El 26 de mayo de 1880, un día como hoy hace 134 años, se libró en las
alturas del Inti Orcco, a las afueras de Tacna, la batalla del Alto de
la Alianza, postrer esfuerzo del ejército aliado peruano – boliviano por
contener a los invasores chilenos en el
frente Sur. Un cúmulo de factores adversos, fundamentalmente la
injerencia de caudillos políticos en la conducción y planteamiento de
las operaciones militares, motivó que el epílogo fuera la derrota, con
lo cual la suerte de Arica quedó echada. En medio de la tragedia brilló
ese día el heroísmo de los patriotas y conduciéndolos, como en Tarapacá y
La Breña, estuvo el adalid de la resistencia, Andrés Avelino Cáceres,
el primero en la línea de batalla y el último en la retirada,
protagonizando entonces una de las jornadas más patéticas de esa
infausta guerra.
PIÉROLA CONTRA EL EJÉRCITO
A
consecuencia del golpe perpetrado por Nicolás de Piérola a finales de
1879, el ejército que defendía el frente sur fue absurdamente
debilitado. Su general en jefe, contralmirante Lizardo Montero, fue
despojado del mando político, pero mantuvo parte del militar, como jefe
de lo que Piérola dio en llamar Primer Ejército del Sur, formado por las
fuerzas estacionadas en Tacna y Arica. El dictador, contrariando la
opinión de los jefes militares, creó un Segundo Ejército del Sur, con
base en Arequipa, no ya para apoyar al primero sino para debilitar su
poder, pues Piérola temió siempre ser derrocado. Sobrevino luego la
desinteligencia entre los comandos militares y las autoridades
políticas, reflejo del caos que produjo el golpe pierolista. Aquéllos,
sin embargo, aceptaron disciplinadamente los cambios, pues pronunciarse
contra el dictador hubiese resquebrajado más aun el frente interno.
En enero de 1880, Cáceres tuvo que enfrentar en Ite la animadversión de
las autoridades que el dictador colocó en Moquegua y a poco estuvo de
proceder contra ellas, como en algún momento se lo requirió el valiente
Gregorio Albarracín, que actuó en esa localidad como su segundo. Fue
Montero quien no lo consintió, pues pese a deplorar tal situación ordenó
proceder disciplinadamente, remitiendo en esos días a Cáceres este
ilustrativo telegrama: “Señor.- Colóquese con sus fuerzas en los lugares
convenidos. No proceda respecto al prefecto, porque habiendo dejado de
ser yo jefe político de los departamentos del sur no me incumbe
entrometerme en asuntos que no me competen. El gobierno es el único
llamado a resolverlos” (Documento publicado en la Colección Ahumada
Moreno, t. II, p. 132).
Las fuerzas de Cáceres habían recorrido toda
la zona de Ite, observando los puntos por donde podía producirse un
desembarco enemigo y adoptando las disposiciones necesarias para
rechazarlo. En ese trajín estaban cuando llegó una comunicación de
Montero ordenando el regreso a Tacna. Cáceres y los comandos bolivianos,
en la seguridad de que el abandono de Ite daría lugar al desembarco
enemigo, observaron por dos veces esa orden, pero Montero no cambió de
parecer. Así, en Tacna quedaron los bolivianos mientras Cáceres pasaba a
Arica a dar cuenta de su comisión. Poco tiempo después, sin oposición
alguna, el enemigo desembarcaba en llo y las caletas vecinas. Luego,
como se sabe, ocupó Moquegua y derrotó a la división del general Gamarra
que se retiró al Norte finalizando marzo de 1880.
EL CAMPO DE LA ALIANZA
En la primera quincena de abril del ejército chileno a las órdenes de
Baquedano avanzó hacia el valle de Sama, desde donde se enviaron varias
expediciones al interior que, además de explorar, llevaron encargo de
batir a los guerrilleros que los hostilizaban. Para entonces el ejército
aliado se concentraba ya en Tacna. En Arica dejó Montero únicamente a
las divisiones séptima y octava, al mando de los corone/es Inclán y
Ugarte, por sobre los cuales tenía mando superior el coronel Bolognesi,
jefe de la plaza.
El 19 de abril llegó a Tacna el presidente
boliviano Narciso Campero, quien asumió el puesto de general en jefe del
Ejército aliado. En principio hubo consenso para marchar sobre Sama al
encuentro de los invasores; pero luego esa opinión se dejó de lado,
sobre todo por la carencia de medios de transporte. Finalmente, el 2 de
mayo los aliados se internaron en el desierto, para acampar a siete
leguas de Tacna, en las alturas del Inti-Orcco, lugar escogido por
Campero para dar la batalla. Con los peruanos y bolivianos instalados,
ese acantonamiento denominóse desde entonces Campo del Alto de la
Alianza.
PERDIDOS EN QUEBRADA HONDA
Contra ellos, el 25 de
mayo se pusieron en movimiento 13,250 chilenos, apoyados por cuarenta
cañones, instalándose en Quebrada Honda, a tres leguas del campo de la
Alianza. Observando Campero la enorme superioridad numérica y de
armamento con que contaba el enemigo, resolvió sorprenderlo en su
acantonamiento de Quebrada Honda. Y así, a primera hora de la madrugada
del 26 comenzó a desfilar el ejército en columnas paralelas, con
distancia de despliegue y siendo cada ala mandada por sus respectivos
jefes en orden de combate.
A las dos horas de emprendida la marcha,
aproximadamente, Cáceres se convenció de que llevaban camino errado, y
confirmándolo con sus guías envió a uno de sus ayudantes a comunicar la
alarma al jefe del ala izquierda a que pertenecía su división, coronel
Eliodoro Camacho, quién a su vez trasladó el informe al general Campero.
Se ordenó entonces detener la marcha de las divisiones a efecto de
reunir todo el ejército y emprender la contramarcha al Campo de la
Alianza, lo que se realizó en medio de una confusión indescriptible.
A decir verdad, Cáceres salvó a todos de morir como en un matadero. Su
certero instinto advirtió en plena marcha que habían errado la ruta.
Tenía él, felizmente, la experiencia de Tarapacá, donde se familiarizó
con médanos, arenales y caliches, de día y de noche. De no haber sido
por él, al amanecer los chilenos hubiesen encontrado dispersos a los
aliados, aisladas algunas unidades, otras confundidas, entreveradas a lo
largo de una vasta extensión. Basta señalar que algunos cuerpos
avanzaron tanto que llegaron a situarse a retaguardia de la formación
enemiga, de lo cual se deduce lo trágico que habría resultado su
descubrimiento en desorden por los chilenos. El retorno en medio de la
oscuridad, agravada por la camanchaca densa que apareció en esas horas,
fue muy desordenado. Y sólo al llegar el alba las primeras unidades
alcanzaron el Campo de la Alianza.
Nadie durmió, nadie descansó,
pocos desayunaron algo y apenas hubo tiempo para atrincherarse, con los
estómagos vacíos y los ojos insomnes, tal como relata Guillermo
Thorndike. No más de nueve mil aliados iban a enfrentarse con veinte mil
chilenos, adecuadamente descansados y excelentemente pertrechados. Hubo
en algún momento esperanza de ver aparecer por la retaguardia enemiga
al segundo ejército del Sur, pero el incalificable Segundo Leiva
descansaba a esa horas plácidamente, cerca de Moquegua. Piérola, de otro
lado, se opuso a que Bolognesi se uniera al ejército de Tacna,
ordenándole que permaneciera en Arica.
LA DESIGUAL BATALLA
La lucha en tales condiciones se preveía muy desigual, pero los jefes
aliados se aprestaron a combatir con honor y formaron sus tropas en
orden de batalla, tras la entonación de los himnos del Perú y Bolivia.
Campero, a caballo, ocupó su puesto de comando, en tanto que Montero
pasaba a comandar el ala derecha de la formación, Castro Pinto el centro
y Eliodoro Camacho el ala izquierda. La segunda división peruana, a las
órdenes de Cáceres e integrada por el “Zepita” del comandante Llosa y
los Cazadores del Misti del coronel Luna, formó en el ala izquierda.
Poco después de las 9.00 horas el enemigo inició el fuego de
artillería, hallándose a dos mil metros de la formación aliada. La
respuesta fue inmediata, pues tras los vivas al Perú y a Bolivia los
cañones aliados iniciaron sus descargas. A esa hora Cáceres recibió
orden de Camacho de hacer desplegar guerrillas del “Zepita” y del
“Cazadores del Misti” a la distancia de cuarenta metros de sus
batallones, a efecto de que cubriesen el frente de sus respectivos
cuerpos, lo que fue acatado inmediatamente. Delante de la división
peruana, hasta entonces, sólo habían estado un cañón boliviano y dos
ametralladoras, de modo que las tropas de Cáceres fueron las primeras en
iniciar la progresión de los aliados. Cáceres sacó una guerrilla más de
cada uno de sus batallones, que situó veinte metros a retaguardia de
las primeras, para que les sirvieran de sostén. El enemigo, entretanto,
vomitaba su artillería, desplegando a su vez guerrillas que cargaban
hacia el extremo izquierdo, que era cerrado por los del “Zepita” y los
“Cazadores del Misti”. Camacho, viendo esto, reforzó la posición
ordenando el avance de los batallones Sucre, Viedma y Tarija, pero sin
dar todavía orden de iniciar la batalla.
Recién a las 11.00 horas,
con los chilenos muy cerca, el coronel boliviano Ayala ordenó la carga
de los “Amarillos” del “Sucre”, batallón de soldados casi niños, los
mamahuajachis (que hicieron llorar a sus madres cuando la despedida en
el Altiplano), valerosísimos quechuas que se batieron con extraordinario
heroísmo, hasta perder el 800/o de sus efectivos.
Camacho, siendo
las 11.30 horas, ordenó a Cáceres avanzar con los “Zepitas” y
“Cazadores” contra unidades de la tercera división chilena que avanzaban
por la izquierda. El ímpetu de esos batallones hizo retroceder en
principio al enemigo, pero reforzado éste con cañones y ametralladoras
fue impracticable continuar el avance, tanto más cuanto que a medida que
crecían los refuerzos del enemigo disminuía considerablemente el
efectivo de los nuestros, sin que hubiese forma de cubrir las bajas. Con
todo, en ningún momento decayó el ánimo de esos batallones, que aunque
diezmados se esforzaron por continuar la resistencia.
HEROICA DEFENSA DE LOS ESTANDARTES
"El batallón ‘Zepita’ y el ‘Cazadores del Misti’, entusiasmados por el
brillante ejemplo de sus valientes jefes y denodados oficiales,
procuraban marchar de frente sobre el enemigo conduciendo sus
respectivos estandartes: ‘Zepita’ el propio, y el ‘Misti’ el estandarte
de la ilustre universidad de Lima, que le fue confiado al principio del
combate. El abanderado del ‘Zepita’, teniente graduado don Eufemio
Padilla, daba prueba de gran animación y valor al marchar sereno al
encuentro del enemigo conduciendo tan preciosa carga, hasta que fue
herido y puesto fuera de combate, encargándose inmediatamente de la
custodia del estandarte el de mismo grado don Joaquín Castellanos, quien
lo salvó de una pérdida casi segura conduciéndolo hasta Puno.
“Del
mismo modo el abanderado del ‘Misti’, subteniente don Manuel Vargas, ha
tenido un digno comportamiento en la misión que se le confiara,
habiendo sacado felizmente libres ambos estandartes, no obstante del
inmenso riesgo que han corrido, los mismos que conservo hoy en mi poder.
Digna de mención especial es la conducta observada por los primeros
jefes de los cuerpos de mi mando: el valiente coronel Luna, primer jefe
del batallón Misti, después de recibir la primera herida continuó al
frente de su cuerpo con envidiable entusiasmo, hasta que cayó muerto por
una segunda herida. El inteligente y valeroso comandante Llosa,
encargado del mando del ‘Zepita’, manifestó desde los primeros momentos
del combate un decidido empeño por consolidar el nombre del batallón que
mandaba y atestigua este propósito su cadáver tendido en el campo de
batalla, muriendo en el momento más complicado. La nación pierde en
estos ilustres y entusiastas jefes unas verdaderas esperanzas del
porvenir" (Colección Ahumada Moreno, t. II, p. 579).
La división
Cáceres, en verdad, "hizo prodigios. . ., recibiendo el doble fuego de
flanco y de frente del enemigo", según anotó un periodista peruano allí
presente, quien agregó que "Cáceres, herido ligeramente y habiendo
perdido su segundo caballo de batalla, siguió imperturbable, siempre"
(Versión publicada en “El Nacional” de Lima, el 26 de junio de 1880).
Por su parte, el corresponsal de guerra chileno diría que al “Zepita” le
"hicieron pagar cara la jornada de Tarapacá” (Correspondencia para el
diario “El Ferrocarril”, Colección Ahumada Moreno, t. II, p. 609).
EL PRINCIPIO DEL FIN
A las 12.30 horas la situación de los aliados se tornó crítica en toda
la línea, agravándose cuando una defección del batallón boliviano Viedma
produjo acto seguido la dispersión del batallón peruano Victoria.
Vacilantes como el pierolista Arnaldo Panizo, a quien se le confiara la
artillería, abandonaron el campo y ese fue el principio del fin. Pero
tan incalificable felonía fue borrada de inmediato con el sacrificio de
la división peruana de Canevaro y con la entrega suicida de los
‘Colorados’ de Bolivia, que se batieron hasta ser completamente
diezmados. Agotaban sus reservas los aliados cuando el enemigo recién
empezaba a enviar las suyas al combate. A las 14.00 horas los restos
peruano-bolivianos se hallaban a punto de ser cerrados por un círculo de
fuego.
Cáceres había perdido ya a la mitad de sus oficiales y a los
primeros jefes de sus batallones, y advirtiendo que permanecer en el
campo significaba la catástrofe total, decidió la retirada: "Fue
entonces -dice su biógrafo anónimo-, es decir en el momento de hacerse
tan desesperados esfuerzos para dar al ejército derrotado una actitud
respetable, que se manifestó en toda su inquebrantable firmeza la
energía imponderable del coronel Cáceres. Del “Zepita” había muerto su
primer jefe el teniente coronel Llosa y doce de sus oficiales y del
“Cazadores del Misti” su primer jefe, el coronel Luna y siete de sus
oficiales.
Todo parecía perdido y lo hubiese sido ciertamente así
sin los magníficos esfuerzos del coronel Cáceres para convertir en
retirada la derrota casi completa de su división, abrumada por el número
de las fuerzas enemigas. Tres de sus ayudantes habían caído ya a su
lado para no levantarse más. Poco antes, habiendo sido muerto el caballo
en que montaba, su ayudante, el valeroso joven Lecca, se apresuró a
cederle abnegadamente el suyo.
La granizada de las balas enemigas
volvió a dejar también a pie al coronel Cáceres, matándole ese segundo
caballo; cuando al caer mortalmente herido el teniente coronel Llosa, el
que este jefe montaba libre de su jinete y asustado por el estruendo y
terribles peripecias de la batalla, se disparó velozmente, pasando por
fortuna al alcance del coronel Cáceres, quien apoderándose briosamente
de la brida lo contuvo. Se preparaba a montar en él cuando uno de los
proyectiles que pasaban por entre el jinete y el caballo cortó, sin
herirlos, la correa del estribo en que aquel había apoyado el pie para
montar, obligándolo de ese modo a efectuarlo por el lado opuesto.
En
aquellos terribles momentos el coronel Cáceres, viendo caer también
muerto de un balazo al abanderado del “Zepita”, que era un oficial
llamado Palavicino, y el estandarte que ese valiente joven llevaba rodar
por el polvo, lanzóse hacia él y desprendiendo el asta de la mano
moribunda que convulsivamente la estrechaba, alzó de nuevo el bicolor
nacional y lo confió a su ayudante el valiente Castellanos, quien
mostrándolo en alto y acompañando al coronel por todas partes, logró
ponerlo a salvo y llevarlo hasta Puno" (Opúsculo publicado por Carlos
Milla Batres como anexo a las “Memorias” de Cáceres, Lima, 1980, t. II,
p. 108). .
Los principales jefes bolivianos, Eliodoro Camacho y Juan
José Pérez, habían recibido heridas de tal gravedad que se les dejó
abandonados en el campo creyéndolos muertos. En retirada todos los
restos aliados, muertos mil quinientos en las casi cinco horas que duró
la batalla, los cien sobrevivientes del “Zepita”, conservando su
bandera, asumieron la valerosa misión de cubrirla, sin poder impedir
empero que dueños del campo los invasores cebasen su crueldad ultimando a
los heridos del glorioso batallón, al grito “¡Tomá Tarapacá!”
recordando la derrota que les infligiera el “Zepita” en la memorable
jornada del 27 de noviembre.
A las 15.30 horas las bombas chilenas
alcanzaban la ciudad de Tacna, donde todo era un caos. Los bolivianos se
retiraron por Palca y no pararon hasta La Paz, quedando así
prácticamente quebrada la alianza, pues en adelante sólo los peruanos
lucharían contra los chilenos.
CÁCERES ES DESOÍDO POR MONTERO
Montero, que en principio quiso trazar una nueva línea de resistencia
en el Alto de Lima, continuó la retirada hacia Pachía. Cáceres,
protegiendo con sus “Zepitas” la retirada, se había detenido en las
alturas, reuniendo a los dispersos alrededor de la bandera que el fiel
Castellanos hacía flamear a su lado. De trecho en trecho, Cáceres cogía
el estandarte y lo clavaba en alguna eminencia, ordenando tocar reunión a
su corneta. En medio de la tragedia no podía ser más hermosa su
patética muestra de patriotismo.
Encontró luego a Montero y le
manifestó la necesidad de reordenar la reconcentración de los dispersos
para presentar nueva resistencia; pero el marino respondió que todo
estaba perdido y que no cabía sino proseguir la retirada. Poco después,
al notar que los chilenos iniciaban la persecución, demandó de Montero
un escuadrón de caballería para hacerles frente, obteniendo por
respuesta una nueva negativa pues Montero marchaba ya a Tarata.
Cáceres, con el alma traspasada de desesperación, pensó entonces en
Bolognesi y en la suerte que le deparaba el destino, abandonado por
todos. Y deteniéndose en el camino, importándole poco ser alcanzado por
el enemigo, redactó su parte de batalla concluyéndolo con estas sentidas
líneas: "He tenido que hacer un gran esfuerzo para concluir este parte,
y al lamentar las desgracias de la patria, confieso sentirme débil para
llorar tanta decepción y sufrir el gran desastre que, preferible me
hubiera sido atestiguar mi patriotismo y decisión con la pérdida de mi
vida” (Documento publicado en la Colección Ahumada Moreno, t. II, p.
579).
Aún en Tarata, en junta de oficiales que presidió Montero,
Cáceres reclamó que se hiciera "algo contra el enemigo”. Le recordó al
contralmirante la obligación que tenía como comandante en jefe de no
abandonar la parte de su ejército que quedaba en Arica, proponiendo
ayudarla con las fuerzas reunidas en Tarata. Y por tercera vez Montero
desoyó sus razones, repitiendo que lo mejor era retirarse. Así, la
condena de Bolognesi, decretada de antemano por Piérola, ya no pudo ser
impedida.