samedi 31 mai 2014

31 de Mayo

PAULA FIADA Y LA RESISTENCIA INDÍGENA A LOS INVASORES CHILENOS EN CERRO DE PASCO 

 

PAULA FIADA Y LA RESISTENCIA INDÍGENA A LOS INVASORES CHILENOS EN CERRO DE PASCO 
Un día como hoy hace 133 años, el 31 de mayo de 1881, la población campesina de Vilcabamba, ubicada a seis leguas de Cerro de Pasco, fue arrasada por los invasores chilenos, que luego hicieron lo propio en las vecinas aldeas de Visco y Cuchi, reduciéndolas a cenizas y asesinando a muchos de sus pobladores. Entre éstos ofrendó la vida la campesina Paula Fiada, esforzada lideresa guerrillera a quien se la recuerda hoy quizá solo en su comunidad de origen. 

LA EXPEDICIÓN LETELIER
En abril de 1881 el alto mando chileno establecido en Lima movilizó sobre la sierra central una expedición de rapiña comandada por el tristemente célebre comandante Ambrosio Letelier, uno de los consentidos del general Pedro Lagos, aquel que asaltó Arica y después tomó Lima, poniendo aquí en marcha el saqueo de la Biblioteca Nacional, al tiempo que convertía el palacio de gobierno en “un gigantesco burdel”, a decir de un cronista del “New York Herald” que entrevistó a su sucesor, el no menos inglorioso Patricio Lynch.
Por su capacidad de armamento la de Letelier fue una tropa de temer. Su sola proximidad hizo que los potentados de la región le rindiesen pleitesía, aceptando el pago de cupos con tal de no ver perjudicados sus intereses económicos. 
Cáceres, que debió retroceder hasta Huancayo, deploró tal defección, pero no contando aún con una fuerza militar suficiente tuvo que mantenerse a la expectativa, proyectando incluso una retirada a Izcuchaca para presentar allí una mejor línea de resistencia. 
Los de Letelier se harían famosos no solo por sus inauditos y escandalosos latrocinios, que provocaron incluso el rechazo de sus propios compatriotas, sino que se infamaron sobre todo por haber desatado una guerra a sangre y fuego contra poblados campesinos indefensos, perpetrando un sinnúmero de asesinatos con la misma política de exterminio que aplicaban a los Mapuches en Chile.
Frente a ese accionar, la prensa chilena mostró una actitud ambivalente, primero exaltando las pretendidas “hazañas” de Letelier, que se cansó de decir que enfrentaba a millares de guerrilleros; y luego cuestionándolo, al verlo rechazado por el propio Patricio Lynch. Y “El Orden”, periódico del gobierno de La Magdalena, le dedicó sus simpatías, considerando que la presencia de Letelier en la sierra central perjudicaba a Piérola, que se mantenía como dictador en Ayacucho. 

LAS CONTRADICCIONES INTERNAS
Convulso aquel Perú de 1881, con dos mandatarios en pugna, Piérola y García Calderón, y dos Congresos, uno reunido en Chorrillos y el otro convocado en Ayacucho, ambos, y esto es lo más repudiable, haciendo poco caso y hasta socavando el ideal de la resistencia que enarbolaba Cáceres, quien actuaba casi de manera autónoma.
Si los pierolistas calificaron de traidores a los de García Calderón, los civilistas no se cansaron de repetir con descaro: “Preferible los chilenos que el zambo ladrón de Piérola”. La anarquía, la guerra civil en plena invasión chilena.
Que sepamos, solo un periódico patriota, “El Perú” de Tarma, editado por Ricardo Guzmán, hizo un recuento verídico del vandálico accionar de la expedición Letelier, denunciando la barbarie ejercida sobre pueblos prácticamente inermes. Letelier no hizo distingos de clase y exigió cupos tanto de los potentados como de las comunidades indígenas. En el interior de Cerro de Pasco, éstas se reunieron en sendas asambleas, acordando presentar resistencia a los invasores. Asumieron esta actitud no solo para poner coto a los abusos, sino adhiriéndose voluntariamente a la causa de la resistencia patriota, pregonada por los oficiales de Cáceres que recorrían la región. 

EL COMBATE DE VILCABAMBA
La  comunidad de Vilcabamba, situada a seis leguas de Cerro de Pasco, fue  la primera en presentar combate, rechazando a  una patrulla chilena que el 31 de mayo incursionó en este poblado en la creencia de que tenía oro, plata y alhajas. A decir verdad, en aquel tiempo sus habitantes se dedicaban a la platería y su templo guardaba preciosas joyas.
Se afirma que la campesina Paula Fiada, que pastaba sus ovejas en Maranin, junto a un riachuelo, atacó a un chileno que se había apeado de su caballo para beber agua; pensó que era de los que violaban a las doncellas y “terminó hundiendo un puñal en el vientre del soldado chileno, dejando el cuerpo a la intemperie”, según relata el profesor Elmer Baldeón en su libro “Vilcabamba: Historia heroica de un pueblo mártir”, editado hace una década en Cerro de Pasco. Allí refiere que Paula Fiada lideró entonces una suerte de guerrilla, persiguiendo a los invasores hasta Casharagra y Pampacocha. 
Entendiendo que ellos volverían a Vilcabamba para cobrar venganza, la mayoría de sus pobladores decidió marchar a las alturas, dejando en la aldea sólo un escogido contingente de jóvenes con órdenes de presentar resistencia. 
Letelier, que no había contado con esa respuesta, envió entonces un numeroso destacamento con orden de arrasar a sangre y fuego toda la comunidad. Implantó desde  un principio el terror y sus soldados, tras doblegar la heroica resistencia de los jóvenes vilcabambinos, perpetraron el repase de los vencidos, “incendiando completamente la población y ultimando a cuantos tomaron prisioneros”.
Dice la crónica que los chilenos contaron con el apoyo de los hacendados José Chombo, Pedro Ramos, Carlos Minaya, Juan Pedro Valladares y Pedro Cárdenas. Estos traidores guiaron al enemigo “por caminos desconocidos” y le facilitaron la entrada a Vilcabamba por Armapampa, desde donde accionaron su artillería. 
A todas luces, el combate fue en extremo desigual, y así lo describe el profesor Elmer Baldeón: “Rabiosos (los chilenos) rodearon el pueblo disparando a diestra y siniestra… iniciando la más cruel y sangrienta lucha. Las campanas empezaron a lanzar sonidos de aviso, los comuneros una vez más tendrían que blandir sus palos, machetes y hondas, mientras la pólvora nauseabunda invadía el lugar y los fusiles vomitaban balas. Cada poblador era un héroe al que no le importaba ofrendar la vida antes que ver rendido a su pueblo… (Y allí) murieron Paula Fiada, Máximo Guillermo (y) el agente Juan Mata Alcántara que armado de un bastón de suncho, en lucha titánica, alcanzó a eliminar a dos soldados, hasta que un balazo le destrozó el cráneo". 
Viendo caer a sus líderes y a muchos de sus compañeros, los sobrevivientes se dispersaron. Pero debieron volver enseguida, al ver que el enemigo arremetía contra sus familias y quemaba toda la aldea. 
Finalmente, cansados de quemar y de matar, “los chilenos se retiraron al pueblo vecino de Tápuc, donde fueron agasajados por el gamonal Manuel Rosario Valladares”.
A decir de Ambrosio Letelier, la campaña contra los guerrilleros de Vilcabamba, Visco y Cuchi duró dos días, durante los cuales fueron muertos “más de 400 hombres y reducidos a cenizas los tres caseríos”. Pese a todo, la resistencia patriota en el interior de Pasco habría de proseguir hasta 1884.
(Imagen representando a Paula Fiada en combate, inserta en el libro de Elmer Baldeón).

(Imagen representando a Paula Fiada en combate, inserta en el libro de Elmer Baldeón)

Un día como hoy hace 133 años, el 31 de mayo de 1881, la población campesina de Vilcabamba, ubicada a seis leguas de Cerro de Pasco, fue arrasada por los invasores chilenos, que luego hicieron lo propio en las vecinas aldeas de Visco y Cuchi, reduciéndolas a cenizas y asesinando a muchos de sus pobladores. Entre éstos ofrendó la vida la campesina Paula Fiada, esforzada lideresa guerrillera a quien se la recuerda hoy quizá solo en su comunidad de origen.

LA EXPEDICIÓN LETELIER

En abril de 1881 el alto mando chileno establecido en Lima movilizó sobre la sierra central una expedición de rapiña comandada por el tristemente célebre comandante Ambrosio Letelier, uno de los consentidos del general Pedro Lagos, aquel que asaltó Arica y después tomó Lima, poniendo aquí en marcha el saqueo de la Biblioteca Nacional, al tiempo que convertía el palacio de gobierno en “un gigantesco burdel”, a decir de un cronista del “New York Herald” que entrevistó a su sucesor, el no menos inglorioso Patricio Lynch.
Por su capacidad de armamento la de Letelier fue una tropa de temer. Su sola proximidad hizo que los potentados de la región le rindiesen pleitesía, aceptando el pago de cupos con tal de no ver perjudicados sus intereses económicos.
Cáceres, que debió retroceder hasta Huancayo, deploró tal defección, pero no contando aún con una fuerza militar suficiente tuvo que mantenerse a la expectativa, proyectando incluso una retirada a Izcuchaca para presentar allí una mejor línea de resistencia.
Los de Letelier se harían famosos no solo por sus inauditos y escandalosos latrocinios, que provocaron incluso el rechazo de sus propios compatriotas, sino que se infamaron sobre todo por haber desatado una guerra a sangre y fuego contra poblados campesinos indefensos, perpetrando un sinnúmero de asesinatos con la misma política de exterminio que aplicaban a los Mapuches en Chile.
Frente a ese accionar, la prensa chilena mostró una actitud ambivalente, primero exaltando las pretendidas “hazañas” de Letelier, que se cansó de decir que enfrentaba a millares de guerrilleros; y luego cuestionándolo, al verlo rechazado por el propio Patricio Lynch. Y “El Orden”, periódico del gobierno de La Magdalena, le dedicó sus simpatías, considerando que la presencia de Letelier en la sierra central perjudicaba a Piérola, que se mantenía como dictador en Ayacucho.

LAS CONTRADICCIONES INTERNAS

Convulso aquel Perú de 1881, con dos mandatarios en pugna, Piérola y García Calderón, y dos Congresos, uno reunido en Chorrillos y el otro convocado en Ayacucho, ambos, y esto es lo más repudiable, haciendo poco caso y hasta socavando el ideal de la resistencia que enarbolaba Cáceres, quien actuaba casi de manera autónoma.
Si los pierolistas calificaron de traidores a los de García Calderón, los civilistas no se cansaron de repetir con descaro: “Preferible los chilenos que el zambo ladrón de Piérola”. La anarquía, la guerra civil en plena invasión chilena.
Que sepamos, solo un periódico patriota, “El Perú” de Tarma, editado por Ricardo Guzmán, hizo un recuento verídico del vandálico accionar de la expedición Letelier, denunciando la barbarie ejercida sobre pueblos prácticamente inermes. Letelier no hizo distingos de clase y exigió cupos tanto de los potentados como de las comunidades indígenas. En el interior de Cerro de Pasco, éstas se reunieron en sendas asambleas, acordando presentar resistencia a los invasores. Asumieron esta actitud no solo para poner coto a los abusos, sino adhiriéndose voluntariamente a la causa de la resistencia patriota, pregonada por los oficiales de Cáceres que recorrían la región.

EL COMBATE DE VILCABAMBA

La comunidad de Vilcabamba, situada a seis leguas de Cerro de Pasco, fue la primera en presentar combate, rechazando a una patrulla chilena que el 31 de mayo incursionó en este poblado en la creencia de que tenía oro, plata y alhajas. A decir verdad, en aquel tiempo sus habitantes se dedicaban a la platería y su templo guardaba preciosas joyas.
Se afirma que la campesina Paula Fiada, que pastaba sus ovejas en Maranin, junto a un riachuelo, atacó a un chileno que se había apeado de su caballo para beber agua; pensó que era de los que violaban a las doncellas y “terminó hundiendo un puñal en el vientre del soldado chileno, dejando el cuerpo a la intemperie”, según relata el profesor Elmer Baldeón en su libro “Vilcabamba: Historia heroica de un pueblo mártir”, editado hace una década en Cerro de Pasco. Allí refiere que Paula Fiada lideró entonces una suerte de guerrilla, persiguiendo a los invasores hasta Casharagra y Pampacocha.
Entendiendo que ellos volverían a Vilcabamba para cobrar venganza, la mayoría de sus pobladores decidió marchar a las alturas, dejando en la aldea sólo un escogido contingente de jóvenes con órdenes de presentar resistencia.
Letelier, que no había contado con esa respuesta, envió entonces un numeroso destacamento con orden de arrasar a sangre y fuego toda la comunidad. Implantó desde un principio el terror y sus soldados, tras doblegar la heroica resistencia de los jóvenes vilcabambinos, perpetraron el repase de los vencidos, “incendiando completamente la población y ultimando a cuantos tomaron prisioneros”.
Dice la crónica que los chilenos contaron con el apoyo de los hacendados José Chombo, Pedro Ramos, Carlos Minaya, Juan Pedro Valladares y Pedro Cárdenas. Estos traidores guiaron al enemigo “por caminos desconocidos” y le facilitaron la entrada a Vilcabamba por Armapampa, desde donde accionaron su artillería.
A todas luces, el combate fue en extremo desigual, y así lo describe el profesor Elmer Baldeón: “Rabiosos (los chilenos) rodearon el pueblo disparando a diestra y siniestra… iniciando la más cruel y sangrienta lucha. Las campanas empezaron a lanzar sonidos de aviso, los comuneros una vez más tendrían que blandir sus palos, machetes y hondas, mientras la pólvora nauseabunda invadía el lugar y los fusiles vomitaban balas. Cada poblador era un héroe al que no le importaba ofrendar la vida antes que ver rendido a su pueblo… (Y allí) murieron Paula Fiada, Máximo Guillermo el agente Juan Mata Alcántara que armado de un bastón de suncho, en lucha titánica, alcanzó a eliminar a dos soldados, hasta que un balazo le destrozó el cráneo".
Viendo caer a sus líderes y a muchos de sus compañeros, los sobrevivientes se dispersaron. Pero debieron volver enseguida, al ver que el enemigo arremetía contra sus familias y quemaba toda la aldea.
Finalmente, cansados de quemar y de matar, “los chilenos se retiraron al pueblo vecino de Tápuc, donde fueron agasajados por el gamonal Manuel Rosario Valladares”.
A decir de Ambrosio Letelier, la campaña contra los guerrilleros de Vilcabamba, Visco y Cuchi duró dos días, durante los cuales fueron muertos “más de 400 hombres y reducidos a cenizas los tres caseríos”. Pese a todo, la resistencia patriota en el interior de Pasco habría de proseguir hasta 1884.

vendredi 30 mai 2014

30 de Mayo:


ROQUE SÁENZ PEÑA, UN ARGENTINO EN ARICA

 Foto: ROQUE SÁENZ PEÑA, UN ARGENTINO EN ARICA
El 30 de mayo de 1880, un día como hoy hace 134 años, los patriotas sitiados en Arica llegaban al convencimiento de que la suerte estaba echada. Una nota de Lizardo Montero, el jefe del ejército del Sur cuyos restos se retiraban a esas horas por la ruta de Puno, anunciaba la hecatombe. Montero les había escrito: "No piensen en resistir, que la ira de Dios ha caído sobre el Perú". Este documento fue hallado por los chilenos al adueñarse del Morro, y fue remitido por Patricio Lynch al ministro Amunátegui. 
Los defensores de Arica, deplorando el telegrama que parecía recomendar la rendición, lejos de mostrar temor ante el destino fatal que se acercaba, se reafirmaron en su decisión de luchar hasta morir por no ver deshonrada la bandera. Sabían que la victoria era imposible, que el destino les reservaba el sacrificio, que el Morro sería su túmulo mortuorio, que su destino era morir, sitiados por mar y tierra, sin más recursos que su valor. De todo ello fueron conscientes, pero ni por un momento vacilaron en la decisión de cumplir el deber.
Entre ellos estaba un nobilísimo argentino: Roque Sáenz Peña. Nacido en Buenos Aires el año 1851, fue de los cien militares argentinos que ofrecieron sus servicios al Perú condenando la agresión de Chile. Tenía entonces escasos 28 años, pero era ya  “la primera y más alta eminencia juvenil de su tiempo, por su posición profesional, social y porvenir político”, como nos lo recuerda su biógrafo Felipe Barreda Laos. Había ejercido la presidencia de la Cámara de Diputados y era congresista electo por Buenos Aires cuando decidió marchar al Perú, renunciando a su cargo el 30 de junio de 1879, para embarcarse en el vapor “Potosí” que lo condujo hasta Arica.
Sáenz Peña fue representante de una progresista generación argentina que enarboló esta sentencia: “La victoria de las armas no crea derecho de conquista. De Arica pasó a Lima y el 30 de julio de aquel año, invitado a un almuerzo de carácter oficial, ante juristas, políticos y personalidades pronunció el brindis de honor, explicando en encendida pieza oratoria el porqué de su decisión:  “La causa del Perú y Bolivia es en estos momentos la causa de la América– dijo-,  y la causa de América es la causa de mi patria y de sus hijos. Yo no he venido envuelto en la capa del aventurero preguntando dónde hay un ejército para brindar mi espada; no excita mi entusiasmo la seducción de una aventura, no agita mi alma la sed de sangre y anarquía. No... Yo he dejado mi patria para batirme a la sombra de la bandera peruana cediendo a ideas mías más altas y a convicciones profundas de mi espíritu… Lo que vendrá, yo no lo sé, señores, pero presiento la palabra que asoma a todos los labios, el sentimiento que palpita en todos los corazones argentinos; presiento el estallido de la dignidad nacional, que ha roto para siempre las redes pérfidas de una diplomacia corrompida”.
Roque Sáenz Peña integró el Ejército del Sur que tuvo que movilizarse entre Tarapacá, Tacna y Arica, dando testimonio de “los padecimientos de todo género sufridos por los soldados peruanos en esa peregrinación, marchando desordenadamente, con la mochila y el fusil a cuestas, hambrientos, sedientos, con las espaldas calcinadas por el sol, y las vías respiratorias obstruidas por el polvo arenoso, que además les nublada la vista, con los pies casi descalzos y ensangrentados por las filudas aristas de los cristales de caliche, sin hallar ni una vertiente ni un arroyo donde apagar la sed devoradora”. 
Con ese ejército famélico y sediento Sáenz Peña concurrió al desastre de San Francisco, el 19 de noviembre de 1879, viendo el sacrificio heroico del coronel Ladislao Espinar, pero atestiguando al mismo tiempo la defección de los bolivianos del presidente Daza, como también la vergonzosa fuga de varios jefes peruanos, cuyos nombres es mejor callar. Felipe Barreda Laos consigna que Sáenz Peña desplegó infatigable actividad en tan difícil trance, esforzándose por contener el desorden, sin cuidarse de las balas que silbaban sobre su cabeza ni de las granadas que estallaban a sus pies. Ya en retirada, encontró en el camino a un compatriota argentino, el teniente Pedro Toscano, que supo poner a buen recaudo la bandera del batallón “Ayacucho”, la misma que había flameado en el Condorcunca el 9 de diciembre de 1824 y que volvería a levantarse altiva en Tarapacá, el 27 de noviembre de 1879.
Tarapacá fue una proeza notable, pero a la vez una pírrica victoria. Al cabo, nada pudo impedir que aquella tierra entrañablemente peruana cayera en poder del invasor.  Y dejándola atrás, el Ejército del Sur tuvo que caminar casi cien leguas de un desierto en verdad infernal, durante veinte días de fatigas sin número. Tras esa terrible retirada, bien pudo Sáenz Peña pasar a Tacna con el alto mando, pero decidió quedarse en Arica con los mil quinientos hombres que al mando del coronel Bolognesi recibieron la orden de defender esa plaza. 
Tal como lo había presagiado al pisar por primera vez Arica, el destino parecía haber escogido ese escenario para su mayor gloria. Allí recibió la visita del célebre Miguel Cané, con quien compartió una visión sombría del futuro inmediato. Cané intentó llevárselo de regreso a Argentina, pero Sáenz Peña replicó que la argentinidad era incompatible con la deserción ante el peligro inminente.
Al caer Tacna, quedó sellada la suerte de Arica. Y llegó así junio de 1880, con sus épicas jornadas que van más allá que la descripción de una simple batalla. Sáenz Peña fue de los valientes jefes que haciendo causa común con Bolognesi, respondieron al emisario chileno aquella frase esculpida en la memoria de todos los patriotas: “¡Arica no se rinde, y lucharemos hasta quemar el último cartucho!”.
Sáenz Peña sobrevivió a la hecatombe y se reencontró con Bolognesi veinticinco años después, en 1905, cuando reconocido oficialmente como General de Brigada del Ejército del Perú, comandó la línea en la solemne y multitudinaria ceremonia patriótica con la que se inauguró en Lima el monumento al Jefe de Arica, escribiendo entonces estas conmovedoras líneas:
“Coronel Bolognesi:
“Uno de tus capitanes vuelve de nuevo a sus cuarteles desde la lejana tierra atlántica, llamado por los clarines que pregonan tus hechos esclarecidos, desde el Pacífico hasta el Plata, y desde el Amazonas hasta el seno fecundo del Golfo de México que le presta su acústica sonora para repetir tu nombre sobre otras civilizaciones y otros pueblos, que nos han precedido en la liturgia de la gloria y en el culto de los próceres y de los héroes.
“Yo vengo sobre la ruta de mi consecuencia siguiendo la estela roja de mi Coronel, figura de grana que conmovió al Pacífico con las tempestades de la guerra, y que hoy contemplo alumbrada por los resplandores de la paz, en el fausto concierto de la gratitud y en la marcha triunfadora del engrandecimiento nacional”.
(Foto: Roque Sáenz Peña en Lima, dirigiendo la línea del ejército en 1905).

(Foto: Roque Sâenz Peña en Lima, dirigiendo la linea del ejército en 1905)
El 30 de mayo de 1880, un día como hoy hace 134 años, los patriotas sitiados en Arica llegaban al convencimiento de que la suerte estaba echada. Una nota de Lizardo Montero, el jefe del ejército del Sur cuyos restos se retiraban a esas horas por la ruta de Puno, anunciaba la hecatombe. Montero les había escrito: "No piensen en resistir, que la ira de Dios ha caído sobre el Perú". Este documento fue hallado por los chilenos al adueñarse del Morro, y fue remitido por Patricio Lynch al ministro Amunátegui.
Los defensores de Arica, deplorando el telegrama que parecía recomendar la rendición, lejos de mostrar temor ante el destino fatal que se acercaba, se reafirmaron en su decisión de luchar hasta morir por no ver deshonrada la bandera. Sabían que la victoria era imposible, que el destino les reservaba el sacrificio, que el Morro sería su túmulo mortuorio, que su destino era morir, sitiados por mar y tierra, sin más recursos que su valor. De todo ello fueron conscientes, pero ni por un momento vacilaron en la decisión de cumplir el deber.
Entre ellos estaba un nobilísimo argentino: Roque Sáenz Peña. Nacido en Buenos Aires el año 1851, fue de los cien militares argentinos que ofrecieron sus servicios al Perú condenando la agresión de Chile. Tenía entonces escasos 28 años, pero era ya “la primera y más alta eminencia juvenil de su tiempo, por su posición profesional, social y porvenir político”, como nos lo recuerda su biógrafo Felipe Barreda Laos. Había ejercido la presidencia de la Cámara de Diputados y era congresista electo por Buenos Aires cuando decidió marchar al Perú, renunciando a su cargo el 30 de junio de 1879, para embarcarse en el vapor “Potosí” que lo condujo hasta Arica.
Sáenz Peña fue representante de una progresista generación argentina que enarboló esta sentencia: “La victoria de las armas no crea derecho de conquista. De Arica pasó a Lima y el 30 de julio de aquel año, invitado a un almuerzo de carácter oficial, ante juristas, políticos y personalidades pronunció el brindis de honor, explicando en encendida pieza oratoria el porqué de su decisión: “La causa del Perú y Bolivia es en estos momentos la causa de la América– dijo-, y la causa de América es la causa de mi patria y de sus hijos. Yo no he venido envuelto en la capa del aventurero preguntando dónde hay un ejército para brindar mi espada; no excita mi entusiasmo la seducción de una aventura, no agita mi alma la sed de sangre y anarquía. No... Yo he dejado mi patria para batirme a la sombra de la bandera peruana cediendo a ideas mías más altas y a convicciones profundas de mi espíritu… Lo que vendrá, yo no lo sé, señores, pero presiento la palabra que asoma a todos los labios, el sentimiento que palpita en todos los corazones argentinos; presiento el estallido de la dignidad nacional, que ha roto para siempre las redes pérfidas de una diplomacia corrompida”.
Roque Sáenz Peña integró el Ejército del Sur que tuvo que movilizarse entre Tarapacá, Tacna y Arica, dando testimonio de “los padecimientos de todo género sufridos por los soldados peruanos en esa peregrinación, marchando desordenadamente, con la mochila y el fusil a cuestas, hambrientos, sedientos, con las espaldas calcinadas por el sol, y las vías respiratorias obstruidas por el polvo arenoso, que además les nublada la vista, con los pies casi descalzos y ensangrentados por las filudas aristas de los cristales de caliche, sin hallar ni una vertiente ni un arroyo donde apagar la sed devoradora”.
Con ese ejército famélico y sediento Sáenz Peña concurrió al desastre de San Francisco, el 19 de noviembre de 1879, viendo el sacrificio heroico del coronel Ladislao Espinar, pero atestiguando al mismo tiempo la defección de los bolivianos del presidente Daza, como también la vergonzosa fuga de varios jefes peruanos, cuyos nombres es mejor callar. Felipe Barreda Laos consigna que Sáenz Peña desplegó infatigable actividad en tan difícil trance, esforzándose por contener el desorden, sin cuidarse de las balas que silbaban sobre su cabeza ni de las granadas que estallaban a sus pies. Ya en retirada, encontró en el camino a un compatriota argentino, el teniente Pedro Toscano, que supo poner a buen recaudo la bandera del batallón “Ayacucho”, la misma que había flameado en el Condorcunca el 9 de diciembre de 1824 y que volvería a levantarse altiva en Tarapacá, el 27 de noviembre de 1879.
Tarapacá fue una proeza notable, pero a la vez una pírrica victoria. Al cabo, nada pudo impedir que aquella tierra entrañablemente peruana cayera en poder del invasor. Y dejándola atrás, el Ejército del Sur tuvo que caminar casi cien leguas de un desierto en verdad infernal, durante veinte días de fatigas sin número. Tras esa terrible retirada, bien pudo Sáenz Peña pasar a Tacna con el alto mando, pero decidió quedarse en Arica con los mil quinientos hombres que al mando del coronel Bolognesi recibieron la orden de defender esa plaza.
Tal como lo había presagiado al pisar por primera vez Arica, el destino parecía haber escogido ese escenario para su mayor gloria. Allí recibió la visita del célebre Miguel Cané, con quien compartió una visión sombría del futuro inmediato. Cané intentó llevárselo de regreso a Argentina, pero Sáenz Peña replicó que la argentinidad era incompatible con la deserción ante el peligro inminente.
Al caer Tacna, quedó sellada la suerte de Arica. Y llegó así junio de 1880, con sus épicas jornadas que van más allá que la descripción de una simple batalla. Sáenz Peña fue de los valientes jefes que haciendo causa común con Bolognesi, respondieron al emisario chileno aquella frase esculpida en la memoria de todos los patriotas: “¡Arica no se rinde, y lucharemos hasta quemar el último cartucho!”.
Sáenz Peña sobrevivió a la hecatombe y se reencontró con Bolognesi veinticinco años después, en 1905, cuando reconocido oficialmente como General de Brigada del Ejército del Perú, comandó la línea en la solemne y multitudinaria ceremonia patriótica con la que se inauguró en Lima el monumento al Jefe de Arica, escribiendo entonces estas conmovedoras líneas:
“Coronel Bolognesi:
“Uno de tus capitanes vuelve de nuevo a sus cuarteles desde la lejana tierra atlántica, llamado por los clarines que pregonan tus hechos esclarecidos, desde el Pacífico hasta el Plata, y desde el Amazonas hasta el seno fecundo del Golfo de México que le presta su acústica sonora para repetir tu nombre sobre otras civilizaciones y otros pueblos, que nos han precedido en la liturgia de la gloria y en el culto de los próceres y de los héroes.
“Yo vengo sobre la ruta de mi consecuencia siguiendo la estela roja de mi Coronel, figura de grana que conmovió al Pacífico con las tempestades de la guerra, y que hoy contemplo alumbrada por los resplandores de la paz, en el fausto concierto de la gratitud y en la marcha triunfadora del engrandecimiento nacional”.
29 de Mayo:


¿POR QUÉ NO VOLÓ ARICA?: EL ASUNTO ELMORE

 

Foto: ¿POR QUÉ  NO VOLÓ ARICA?: EL ASUNTO ELMORE
Un día como hoy hace 134 años, el 29 de mayo de 1880, empezaron a producirse encuentros de avanzadas en la sitiada Plaza de Arica. El primero se dio en Chacalluta, entre el escuadrón “Lluta” y un pelotón del regimiento “Carabineros de Yungay”. Advirtieron los peruanos que el desplazamiento enemigo pretendía el contacto con los buques que bloqueaban el puerto; y para obstaculizarles ese movimiento Bolognesi encargó al ingeniero Elmore accionar las minas. Falló Elmore en esa misión, pues las explosiones solo produjeron tres heridos en un grupo numeroso que escogió como blanco. No pudo eludir entonces la persecución chilena y al capturado poco faltó para que fuese fusilado sin contemplaciones. Para su suerte, -o para su desgracia por las sospechas que luego motivó su conducta- un oficial enemigo le salvó la vida, al escucharlo decir que era el ingeniero encargado de las minas, y lo condujo ante el jefe chileno Bulnes, para que ampliase sus declaraciones.
Posteriormente, jefes militares e historiadores chilenos asumirían la defensa de Elmore, repitiendo que el prisionero no proporcionó los valiosos informes que se le solicitó. Pero Gonzalo Bulnes, discrepando con la mayoría, señaló que con la prisión de Elmore “el plano de las minas y de las conexiones eléctricas cayó en poder de los chilenos”. De cualquier forma, lo cierto es que el enemigo tuvo acceso al famoso plano; y gracias a ello, en los siguientes días sus infiltrados lograron cortar los alambres de la temida red eléctrica. Al parecer, ése fue el motivo por el cual los jefes chilenos retrasaron el asalto de Arica que en un principio habían proyectado para el 3 de junio. Luego, avanzarían sobre seguro.

PARLAMENTARIO DE LOS CHILENOS
Elmore, sin ser forzado, actuó después como parlamentario de los chilenos, aconsejando a los de Bolognesi “la rendición”. Fue recibido fríamente por los que hasta hace poco lo habían tenido por camarada y la respuesta fue una cortante negativa. Pudo entonces quedarse con los peruanos, y su intervención en la defensa de la plaza, dada su calidad profesional, hubiese resultado valiosa. Pero por un absurdo prurito –que por citar un caso burló a su tiempo Leoncio Prado-, Elmore prefirió retornar al campamento chileno, aduciendo que había dado su palabra de no huir. Y, lo que es más, Lagos, admirado de su retorno, lo dejó en libertad, cuando el asalto ya estaba en progresión. Y en vez de aprovecharse de ella, Elmore, en la noche del 6 al 7 de junio, insistió en mantenerse prisionero, “no aceptando la gracia por creerla deprimente”, según cita textualmente el historiador Gerardo Vargas.
Así, desde la posición enemiga, Elmore pudo observar la hecatombe, reconociendo en carta a su madre que, de alguna forma, había sido responsable de tal desgracia: “Le aseguro, querida madre, que hubiera querido mil veces seguir la suerte de mis compañeros a haber presenciado desde aquí la violencia del combate en el que buena falta he hecho. La defensa estaba preparada con una red de minas que no se ha hecho estallar; los polvorazos y las santabárbaras tenían sus mechas; los cañones sus cargas, para destruirlas, etc., etc…., y solo un polvorazo y unos cuantos cañones han sido reventados, lo que a buen seguro no hubiera sucedido estando yo adentro, pues ésa hubiera sido mi misión durante el combate”.
El jefe chileno Lagos le dio la oportunidad a Elmore para acompañar a los héroes de Arica en su sacrificio, pero él la desechó. Según el corresponsal de “El Nacional” de Lima, Bolognesi, viéndolo todo perdido, se dirigió al sitio donde se tenía el artefacto para la explosión de todas las minas: “quiso dar fuego a una, y luego a otra y otra, sin que ninguna reventara, hasta que, convencido de que no debía contarse con ellas, exclamó colérico: ¡Estamos perdidos!”. Y todavía más contundente fue el historiador según el cual Bolognesi, en la hora suprema, “intentó hacer explotar personalmente las minas de Elmore, y no pudiendo dar fuego a ninguna de ellas, exclamó indignado: ¡Traición!”.

CHOCANO DENUNCIA A LA “GENERACIÓN DE CUCARACHAS BROTADAS EN EL ESTERCOLERO DE LA OLIGARQUÍA CIVILISTA”
Lo sucedido con Elmore en Arica dio que hablar durante mucho tiempo. Y tuvo terribles consecuencias a partir de la carta que José Santos Chocano escribió al hijo del ingeniero de Arica, protestando por los insultos que éste le endilgara públicamente. Esa carta, escrita en términos que solo podían conducir a un trágico desenlace, que además anunció Chocano, decía a la letra: 
Ciudad, 31 de octubre de 1925.
Edwin Elmore.
E. P. M. (En propias manos)
Desgraciado joven:
Aunque no tiene usted la culpa de haber sido engendrado por un traidor a su patria, tengo el derecho de creer que los chilenos han pagado a usted para insultarme, como pagaron a su padre para que denunciara las minas que defendieron el Morro de Arica. Si a todos los peruanos les es esto familiar, a mí especialmente por mi condición de autor de «La Epopeya del Morro». Vive usted ahora del dinero que le produjo al padre suyo la infamia que cometió, y de él se vale para hacer «paseítos» en busca del artificio de un prestigio de «corre-ve-y-dile» de afectísimos explotadores y fraternidades imposibles entre verdugos y víctimas, como Chile y el Perú.
Fue usted uno de los primeros en venir a adularme en cuanto volví al Perú. Hasta se propuso poner en práctica fórmula que redactó, que me consultó y que nadie aceptó, porque sus mismos compañeros lo tenían en ridículo, con excepción de quien como el amariconado Beltroy –otro adulador mío– es más ridículo todavía si cabe.
Pequeños farsantes todos ustedes. ¡Generación de cucarachas brotadas en el estercolero de la oligarquía civilista! El jefe –el paparruchero y charlatán Belaunde–, hijo de un defraudador de la Hacienda Pública. Usted, hijo de un traidor a su patria. El Beltroy, hijo de padres desconocidos, representan ustedes la hez de los intelectualizantes de este país, que necesitaría tener para una semana en el Gobierno no a una amable persona, sino a un Hombre, justiciero como yo, que acabaría sin piedad con la «raza de víboras» que sienten en sus venas correr el lodo en que se encharcaron sus padres.
Debe usted a Clemente Palma la vida, porque si sale publicado su articulejo de mayordomo o cochero de los que algún valor personal o intelectual siquiera tienen, le hubiese yo sin el menor reparo destapado los sesos, con la misma tranquilidad con que se aplasta una cucaracha metamorfoseada en alacrán. Ni usted ni nadie me conoce aquí todavía en la debida forma. ¡Ojalá me brindase usted, desgraciado joven, esa oportunidad!
Miserable y cobarde es el que como usted no sería capaz de dirigir y publicar esos insultos soeces al hombre que está en el Poder. Pregúntele usted, digno hijo del traidor de Arica, a la misma hija del Mariscal Cáceres (ante cuyo recuerdo me arrodillo hoy), como yo, si dirigía y publicaba insultos contra quien si debía yo respetar no tenía en cambio miedo; fenómeno animal que ha heredado usted también de su padre. Generación de simples charlatanes que son incapaces de hacer con Leguía –hombre civil– lo que hacíamos los Hombres de mi generación con un militar formidable como era el Héroe de la Breña.
Entienda usted que si no se apresura a escribirme dándome plena satisfacción, seré yo el que publique esta carta –cuya copia me reservo–, y cuando le encuentre le escupiré la cara, para que si osa levantarme la mano destaparle los sesos. ¡Un peruano por quien un Rey, diez Gobiernos y tres Congresos se interesan, [80] insultado por el hijo del traidor de Arica! Miserable. Como he aplastado a Vasconcelos te aplastaré a ti, si no te arrodillas a pedirme perdón. Yo para usted no podría ser sino su Patrón.
J. S. Chocano”.

EL TRASFONDO
A decir de Chocano, el famoso José Vasconcelos, en  México, se había mostrado partidario de que Tacna y Arica fuesen entregadas a Chile, "por creer a este país mejor preparado para la dirección y gobierno", según publicó por entonces la prensa. Edwin Elmore terció en la discusión defendiendo a Vasconcelos y atacó al poeta provocando que éste le respondiera de forma virulenta.  
“La Voz de Menorca”, el 25 de noviembre de 1925, publicó una nota con el título “Por qué mató Santos Chocano a Edwin Elmore”, consignando lo siguiente: “El artículo en que Chocano respondió a Vasconcelos se titulaba 'Apóstoles y farsantes', y aunque estaba concebido en duros términos, guardábanse las formas del decoro, lo mismo que en el del pedagogo mejicano. La polémica entre Elmore y el poeta derivó a lo personal e íntimo, y al hallarse ambos en la puerta de la casa donde 'El Comercio' tiene su redacción, Edwin Elmore se abalanzó sobre Chocano y le agredió a puñetazos. El poeta hizo un disparo de revólver sobre su agresor, quien recibió una herida en el vientre mortal de necesidad”
Vasconcelos, por su parte, negó rotundamente la acusación de Chocano, en carta que publicó “El Sol” de Madrid el 2 de diciembre de 1925, aunque admitió haber declarado que "prefería perder esas provincias (Tacna y Arica) a deberlas a un laudo de Washington":Un día como hoy hace 134 años, el 29 de mayo de 1880, empezaron a producirse encuentros de avanzadas en la sitiada Plaza de Arica. El primero se dio en Chacalluta, entre el escuadrón “Lluta” y un pelotón del regimiento “Carabineros de Yungay”. Advirtieron los peruanos que el desplazamiento enemigo pretendía el contacto con los buques que bloqueaban el puerto; y para obstaculizarles ese movimiento Bolognesi encargó al ingeniero Elmore accionar las minas. Falló Elmore en esa misión, pues las explosiones solo produjeron tres heridos en un grupo numeroso que escogió como blanco. No pudo eludir entonces la persecución chilena y al capturado poco faltó para que fuese fusilado sin contemplaciones. Para su suerte, -o para su desgracia por las sospechas que luego motivó su conducta- un oficial enemigo le salvó la vida, al escucharlo decir que era el ingeniero encargado de las minas, y lo condujo ante el jefe chileno Bulnes, para que ampliase sus declaraciones.
Posteriormente, jefes militares e historiadores chilenos asumirían la defensa de Elmore, repitiendo que el prisionero no proporcionó los valiosos informes que se le solicitó. Pero Gonzalo Bulnes, discrepando con la mayoría, señaló que con la prisión de Elmore “el plano de las minas y de las conexiones eléctricas cayó en poder de los chilenos”. De cualquier forma, lo cierto es que el enemigo tuvo acceso al famoso plano; y gracias a ello, en los siguientes días sus infiltrados lograron cortar los alambres de la temida red eléctrica. Al parecer, ése fue el motivo por el cual los jefes chilenos retrasaron el asalto de Arica que en un principio habían proyectado para el 3 de junio. Luego, avanzarían sobre seguro.

PARLAMENTARIO DE LOS CHILENOS
Elmore, sin ser forzado, actuó después como parlamentario de los chilenos, aconsejando a los de Bolognesi “la rendición”. Fue recibido fríamente por los que hasta hace poco lo habían tenido por camarada y la respuesta fue una cortante negativa. Pudo entonces quedarse con los peruanos, y su intervención en la defensa de la plaza, dada su calidad profesional, hubiese resultado valiosa. Pero por un absurdo prurito –que por citar un caso burló a su tiempo Leoncio Prado-, Elmore prefirió retornar al campamento chileno, aduciendo que había dado su palabra de no huir. Y, lo que es más, Lagos, admirado de su retorno, lo dejó en libertad, cuando el asalto ya estaba en progresión. Y en vez de aprovecharse de ella, Elmore, en la noche del 6 al 7 de junio, insistió en mantenerse prisionero, “no aceptando la gracia por creerla deprimente”, según cita textualmente el historiador Gerardo Vargas.
Así, desde la posición enemiga, Elmore pudo observar la hecatombe, reconociendo en carta a su madre que, de alguna forma, había sido responsable de tal desgracia: “Le aseguro, querida madre, que hubiera querido mil veces seguir la suerte de mis compañeros a haber presenciado desde aquí la violencia del combate en el que buena falta he hecho. La defensa estaba preparada con una red de minas que no se ha hecho estallar; los polvorazos y las santabárbaras tenían sus mechas; los cañones sus cargas, para destruirlas, etc., etc…., y solo un polvorazo y unos cuantos cañones han sido reventados, lo que a buen seguro no hubiera sucedido estando yo adentro, pues ésa hubiera sido mi misión durante el combate”.
El jefe chileno Lagos le dio la oportunidad a Elmore para acompañar a los héroes de Arica en su sacrificio, pero él la desechó. Según el corresponsal de “El Nacional” de Lima, Bolognesi, viéndolo todo perdido, se dirigió al sitio donde se tenía el artefacto para la explosión de todas las minas: “quiso dar fuego a una, y luego a otra y otra, sin que ninguna reventara, hasta que, convencido de que no debía contarse con ellas, exclamó colérico: ¡Estamos perdidos!”. Y todavía más contundente fue el historiador según el cual Bolognesi, en la hora suprema, “intentó hacer explotar personalmente las minas de Elmore, y no pudiendo dar fuego a ninguna de ellas, exclamó indignado: ¡Traición!”.

CHOCANO DENUNCIA A LA “GENERACIÓN DE CUCARACHAS BROTADAS EN EL ESTERCOLERO DE LA OLIGARQUÍA CIVILISTA”
Lo sucedido con Elmore en Arica dio que hablar durante mucho tiempo. Y tuvo terribles consecuencias a partir de la carta que José Santos Chocano escribió al hijo del ingeniero de Arica, protestando por los insultos que éste le endilgara públicamente. Esa carta, escrita en términos que solo podían conducir a un trágico desenlace, que además anunció Chocano, decía a la letra:
Ciudad, 31 de octubre de 1925.
Edwin Elmore.
E. P. M. (En propias manos)
Desgraciado joven:
Aunque no tiene usted la culpa de haber sido engendrado por un traidor a su patria, tengo el derecho de creer que los chilenos han pagado a usted para insultarme, como pagaron a su padre para que denunciara las minas que defendieron el Morro de Arica. Si a todos los peruanos les es esto familiar, a mí especialmente por mi condición de autor de «La Epopeya del Morro». Vive usted ahora del dinero que le produjo al padre suyo la infamia que cometió, y de él se vale para hacer «paseítos» en busca del artificio de un prestigio de «corre-ve-y-dile» de afectísimos explotadores y fraternidades imposibles entre verdugos y víctimas, como Chile y el Perú.
Fue usted uno de los primeros en venir a adularme en cuanto volví al Perú. Hasta se propuso poner en práctica fórmula que redactó, que me consultó y que nadie aceptó, porque sus mismos compañeros lo tenían en ridículo, con excepción de quien como el amariconado Beltroy –otro adulador mío– es más ridículo todavía si cabe.
Pequeños farsantes todos ustedes. ¡Generación de cucarachas brotadas en el estercolero de la oligarquía civilista! El jefe –el paparruchero y charlatán Belaunde–, hijo de un defraudador de la Hacienda Pública. Usted, hijo de un traidor a su patria. El Beltroy, hijo de padres desconocidos, representan ustedes la hez de los intelectualizantes de este país, que necesitaría tener para una semana en el Gobierno no a una amable persona, sino a un Hombre, justiciero como yo, que acabaría sin piedad con la «raza de víboras» que sienten en sus venas correr el lodo en que se encharcaron sus padres.
Debe usted a Clemente Palma la vida, porque si sale publicado su articulejo de mayordomo o cochero de los que algún valor personal o intelectual siquiera tienen, le hubiese yo sin el menor reparo destapado los sesos, con la misma tranquilidad con que se aplasta una cucaracha metamorfoseada en alacrán. Ni usted ni nadie me conoce aquí todavía en la debida forma. ¡Ojalá me brindase usted, desgraciado joven, esa oportunidad!
Miserable y cobarde es el que como usted no sería capaz de dirigir y publicar esos insultos soeces al hombre que está en el Poder. Pregúntele usted, digno hijo del traidor de Arica, a la misma hija del Mariscal Cáceres (ante cuyo recuerdo me arrodillo hoy), como yo, si dirigía y publicaba insultos contra quien si debía yo respetar no tenía en cambio miedo; fenómeno animal que ha heredado usted también de su padre. Generación de simples charlatanes que son incapaces de hacer con Leguía –hombre civil– lo que hacíamos los Hombres de mi generación con un militar formidable como era el Héroe de la Breña.
Entienda usted que si no se apresura a escribirme dándome plena satisfacción, seré yo el que publique esta carta –cuya copia me reservo–, y cuando le encuentre le escupiré la cara, para que si osa levantarme la mano destaparle los sesos. ¡Un peruano por quien un Rey, diez Gobiernos y tres Congresos se interesan, [80] insultado por el hijo del traidor de Arica! Miserable. Como he aplastado a Vasconcelos te aplastaré a ti, si no te arrodillas a pedirme perdón. Yo para usted no podría ser sino su Patrón.
J. S. Chocano”.

EL TRASFONDO
A decir de Chocano, el famoso José Vasconcelos, en México, se había mostrado partidario de que Tacna y Arica fuesen entregadas a Chile, "por creer a este país mejor preparado para la dirección y gobierno", según publicó por entonces la prensa. Edwin Elmore terció en la discusión defendiendo a Vasconcelos y atacó al poeta provocando que éste le respondiera de forma virulenta.
“La Voz de Menorca”, el 25 de noviembre de 1925, publicó una nota con el título “Por qué mató Santos Chocano a Edwin Elmore”, consignando lo siguiente: “El artículo en que Chocano respondió a Vasconcelos se titulaba 'Apóstoles y farsantes', y aunque estaba concebido en duros términos, guardábanse las formas del decoro, lo mismo que en el del pedagogo mejicano. La polémica entre Elmore y el poeta derivó a lo personal e íntimo, y al hallarse ambos en la puerta de la casa donde 'El Comercio' tiene su redacción, Edwin Elmore se abalanzó sobre Chocano y le agredió a puñetazos. El poeta hizo un disparo de revólver sobre su agresor, quien recibió una herida en el vientre mortal de necesidad”
Vasconcelos, por su parte, negó rotundamente la acusación de Chocano, en carta que publicó “El Sol” de Madrid el 2 de diciembre de 1925, aunque admitió haber declarado que "prefería perder esas provincias (Tacna y Arica) a deberlas a un laudo de Washington":

28 de Mayo:

EN ARICA, TODOS MENOS UNO

 Foto: EN ARICA, TODOS MENOS UNO
Un día como hoy hace 134 años, el 28 de mayo de 1880, el coronel Francisco Bolognesi tomaba conocimiento cabal en Arica del desastre sufrido en Tacna por el ejército aliado. No le sorprendió ese desenlace y, lejos de amilanarse,  trasmitió al prefecto de Arequipa el siguiente telegrama: “¡Esfuerzo inútil! Tacna ocupada por el enemigo. Nada oficial recibido. Arica se sostendrá muchos días y se salvará si Leiva jaquea, aproximándose a Sama, y se une a nosotros”. Leiva, siguiendo órdenes de Piérola, ni se asomó por Arica.
En juntas celebradas a diario, los jefes patriotas reafirmaron la promesa de resistir hasta las últimas consecuencias. Así, por citar algunos irrefutables testimonios, el 26 de mayo el telegrama despachado desde esa plaza decía: “Aquí sucumbiremos todos, antes que entregar Arica”. Roque Sáenz Peña manifestaría su adhesión con un telegrama que envió a un compatriota suyo el 27 de mayo: “Lo que es aquí, vencemos o sucumbimos”. Opinión que reafirmó el 2 de junio: “Aquí resistiremos y sucumbiremos todos antes que entregar la plaza”.
Ramón Zavala quiso dejar también un testimonio similar, escribiendo pletórico de patriotismo: “Tengan la seguridad de que si no triunfamos, si no hacemos de Arica un segundo Tarapacá, su defensa será de tal naturaleza que nadie en el país desdeñará en reconocer en nosotros a sus dignos compatriotas y que los neutrales no dejarán de reconocernos como los defensores de la honra e integridad de nuestra patria”. Y Francisco Bolognesi nos dejó el inmortal telegrama: “Apure Leiva… Arica no se rinde y resistirá hasta el sacrificio”, firmado el 5 de junio.
Pero hubo una solitaria voz discordante, que debió surgir –dice Gerardo Vargas- “acaso por ignorancia, falta de patriotismo o porque el miedo se adueñó de su ser, ya que se trataba de un jefe improvisado, elevado a tal por el favoritismo político”. Nicolás González, por su parte, se resistió a anotar el nombre del felón, pero porque en su tiempo, finales del siglo XIX, todo el país conocía la historia, limitándose a escribir su dolido recuerdo: “Uno hubo, un mal hijo del Perú, un cobarde que huyó ante la muerte, protegido por las sombras de la noche. Su nombre, que será execrado por las futuras generaciones, mancharía estas páginas de gloria. El Perú entero lo conoce, porque ni el miserable ha muerto de vergüenza ni ha recibido el castigo merecido por su crimen”.
Pero el padre Rubén Vargas Ugarte, llevando a la praxis su postulado de no ocultar la verdad histórica por más ingrata que fuese, lo denunció con nombre propio: “Cuando ya era inminente el ataque y se tenía noticia de la resolución de Bolognesi de defender la plaza, huyó vergonzosamente Agustín Belaúnde, jefe del batallón Cazadores de Piérola”.
En la Junta de Guerra celebrada el 31 de mayo, ese individuo llegó a proponer la “rendición absoluta” de la plaza, argumentando que ya nada podía esperarse de Montero o de Leiva y que resistir en esas condiciones no era más que “marchar al matadero”. Profundamente indignados, todos los jefes patriotas protestaron ante tamaña felonía, acusando a Belaúnde de cobarde. Pese a ello, éste no se quiso rectificar y terminó abandonando intempestivamente la reunión.
Se acordó entonces ponerlo en prisión a bordo del monitor “Manco Cápac” y –refiere Gerardo Vargas- en la Orden del Día “Bolognesi declaró a Belaúnde cobarde e indigno de pertenecer al instituto armado”. De alguna forma, el acusado comprendió que los patriotas no lo perdonarían y, por ello, en las primeras horas del 1 de junio consumó su acto indigno fugando de Arica por el camino que conducía a Arequipa, con cinco de sus correligionarios.
Dice Edgar Oblitas Fernández, en su “Historia Secreta de la Guerra del Pacífico”, que ése fue un duro golpe para los defensores de Arica, “una puñalada artera asestada por la espalda”. Es que la fuga de Belaúnde, de no haber tenido Arica los jefes que tuvo, pudo haber provocado una deserción en masa. Pero fuera de los cinco pierolistas que lo secundaron, nadie más desertó, y, por el contrario, fueron los propios “Cazadores” los que ese mismo día pronunciaron el juramente de resistir hasta el último aliento, promesa que sabrían cumplir en la hora de la prueba.
Agustín Belaúnde, cuyo apellido empero fue reivindicado por otros dos Belaúnde, Andrés y José, que murieron con Bolognesi en el Morro de Arica, se escondió en Bolivia hasta que terminó la guerra. Al volver a Tacna fue rechazado por el pueblo, pero contando con el apoyo de Piérola, que era su compadre, pudo abrirse camino en la escena política. Combatió contra Cáceres en 1895 y ello le valió para que Piérola apoyara su elección como diputado por Tayacaja, pese a las protestas de connotados patriotas.
(En la imagen, la bandera peruana flameando en Arica, grabado realizado para la prensa europea poco antes de la tragedia).

 (En la imagen, la bandera peruana flameando en Arica, grabado realizado para la prensa europea poco antes de la tragedia).
 
Un día como hoy hace 134 años, el 28 de mayo de 1880, el coronel Francisco Bolognesi tomaba conocimiento cabal en Arica del desastre sufrido en Tacna por el ejército aliado. No le sorprendió ese desenlace y, lejos de amilanarse, trasmitió al prefecto de Arequipa el siguiente telegrama: “¡Esfuerzo inútil! Tacna ocupada por el enemigo. Nada oficial recibido. Arica se sostendrá muchos días y se salvará si Leiva jaquea, aproximándose a Sama, y se une a nosotros”. Leiva, siguiendo órdenes de Piérola, ni se asomó por Arica.
En juntas celebradas a diario, los jefes patriotas reafirmaron la promesa de resistir hasta las últimas consecuencias. Así, por citar algunos irrefutables testimonios, el 26 de mayo el telegrama despachado desde esa plaza decía: “Aquí sucumbiremos todos, antes que entregar Arica”. Roque Sáenz Peña manifestaría su adhesión con un telegrama que envió a un compatriota suyo el 27 de mayo: “Lo que es aquí, vencemos o sucumbimos”. Opinión que reafirmó el 2 de junio: “Aquí resistiremos y sucumbiremos todos antes que entregar la plaza”.
Ramón Zavala quiso dejar también un testimonio similar, escribiendo pletórico de patriotismo: “Tengan la seguridad de que si no triunfamos, si no hacemos de Arica un segundo Tarapacá, su defensa será de tal naturaleza que nadie en el país desdeñará en reconocer en nosotros a sus dignos compatriotas y que los neutrales no dejarán de reconocernos como los defensores de la honra e integridad de nuestra patria”. Y Francisco Bolognesi nos dejó el inmortal telegrama: “Apure Leiva… Arica no se rinde y resistirá hasta el sacrificio”, firmado el 5 de junio.
Pero hubo una solitaria voz discordante, que debió surgir –dice Gerardo Vargas- “acaso por ignorancia, falta de patriotismo o porque el miedo se adueñó de su ser, ya que se trataba de un jefe improvisado, elevado a tal por el favoritismo político”. Nicolás González, por su parte, se resistió a anotar el nombre del felón, pero porque en su tiempo, finales del siglo XIX, todo el país conocía la historia, limitándose a escribir su dolido recuerdo: “Uno hubo, un mal hijo del Perú, un cobarde que huyó ante la muerte, protegido por las sombras de la noche. Su nombre, que será execrado por las futuras generaciones, mancharía estas páginas de gloria. El Perú entero lo conoce, porque ni el miserable ha muerto de vergüenza ni ha recibido el castigo merecido por su crimen”.
Pero el padre Rubén Vargas Ugarte, llevando a la praxis su postulado de no ocultar la verdad histórica por más ingrata que fuese, lo denunció con nombre propio: “Cuando ya era inminente el ataque y se tenía noticia de la resolución de Bolognesi de defender la plaza, huyó vergonzosamente Agustín Belaúnde, jefe del batallón Cazadores de Piérola”.
En la Junta de Guerra celebrada el 31 de mayo, ese individuo llegó a proponer la “rendición absoluta” de la plaza, argumentando que ya nada podía esperarse de Montero o de Leiva y que resistir en esas condiciones no era más que “marchar al matadero”. Profundamente indignados, todos los jefes patriotas protestaron ante tamaña felonía, acusando a Belaúnde de cobarde. Pese a ello, éste no se quiso rectificar y terminó abandonando intempestivamente la reunión.
Se acordó entonces ponerlo en prisión a bordo del monitor “Manco Cápac” y –refiere Gerardo Vargas- en la Orden del Día “Bolognesi declaró a Belaúnde cobarde e indigno de pertenecer al instituto armado”. De alguna forma, el acusado comprendió que los patriotas no lo perdonarían y, por ello, en las primeras horas del 1 de junio consumó su acto indigno fugando de Arica por el camino que conducía a Arequipa, con cinco de sus correligionarios.
Dice Edgar Oblitas Fernández, en su “Historia Secreta de la Guerra del Pacífico”, que ése fue un duro golpe para los defensores de Arica, “una puñalada artera asestada por la espalda”. Es que la fuga de Belaúnde, de no haber tenido Arica los jefes que tuvo, pudo haber provocado una deserción en masa. Pero fuera de los cinco pierolistas que lo secundaron, nadie más desertó, y, por el contrario, fueron los propios “Cazadores” los que ese mismo día pronunciaron el juramente de resistir hasta el último aliento, promesa que sabrían cumplir en la hora de la prueba.
Agustín Belaúnde, cuyo apellido empero fue reivindicado por otros dos Belaúnde, Andrés y José, que murieron con Bolognesi en el Morro de Arica, se escondió en Bolivia hasta que terminó la guerra. Al volver a Tacna fue rechazado por el pueblo, pero contando con el apoyo de Piérola, que era su compadre, pudo abrirse camino en la escena política. Combatió contra Cáceres en 1895 y ello le valió para que Piérola apoyara su elección como diputado por Tayacaja, pese a las protestas de connotados patriotas.
26 de mayo

ENTRE EL HEROÍSMO Y LA INFAMIA

 Foto: ENTRE EL HEROÍSMO Y LA INFAMIA
Perseguido por el enemigo que se estacionaba en Tarma, el 26 de mayo de 1883, un día como hoy hace 131 años, el general Andrés Avelino Cáceres pronunciaba ante sus soldados y guerrilleros, reunidos en Cerro de Pasco, una vibrante proclama en la que los exhortaba a luchar “hasta el último sacrificio”, denunciando de paso a los traidores:
"Soldados:
Hace cuatro años que defendemos no sólo el honor y la integridad del Perú y Bolivia, sino los principios sobre los que descansa la organización política de los estados americanos contra la insaciable ambición de un enemigo salvaje que en su ceguedad ha resuelto el aniquilamiento de nuestra patria.
Los memorables combates de Pucará, Marcavalle y Concepción, donde humillásteis el pabellón enemigo, son una prueba de vuestro heroico valor y demuestran que el Perú cuenta con defensores decididos y patriotas resueltos a reivindicar su honra hasta el último sacrificio…
Vuestros sacrificios no serán estériles. Continuad obedientes a vuestros dignos y denodados jefes, que yo os prometo nuevas victorias en nombre de la independencia del Perú y de los derechos de la América. Debéis estar orgullosos porque vosotros sois el sostén de la República y la esperanza de su regeneración...
Os lo ofrece vuestro general y amigo.
Andrés Avelino Cáceres”.

Poco después el enemigo salía de Tarma, avanzando por por Acobamba y Picoy, para acampar en Palcamayo el 27 de mayo. En vanguardia marchaba Luis Milón Duarte, principal secuaz del traidor Miguel Iglesias, abocado a la infame misión de preparar el recibimiento de los invasores en los pueblos de la ruta: 
"Desde que salimos de Tarma -relataría un soldado chileno-, siempre el coronel Duarte mandaba un propio adelante hasta donde debíamos alojar, para que el gobernador del pueblo tuviese leña y demás para el rancho de la tropa, pues sin este requisito tal vez habríamos tenido que ayunar en más de una ocasión, porque el combustible es tan escaso como el oro". (Carta de un anónimo soldado, fechada en San Pedro de Casma el 12 de julio de 1883 y publicada por el chileno Pascual Ahumada Moreno, en el t. VIII, pp. 194-197, de su famosa “Recopilación de Documentos Inéditos”).

El 28 de mayo Cáceres anunció la reanudación de la marcha, apresurando el acopio de mantas y otros abrigos “tan necesarias para esa larga marcha por punas y cordilleras”. El 29 de mayo, soportando un intenso frío, salió de Cerro de Pasco la hueste patriota, instalando campamento en Malaochaca, cerca de Cajamarquilla, "lugar escaso de recursos, donde se durmió mal y se comió peor".
Cáceres encabezó el avance de Malaochaca a Huariaca, localidad que alcanzó en la mañana del 30. Almorzó en casa de doña María Bahamonde, mientras la tropa consumía el rancho en la plaza principal. Pasado el mediodía ordenó el fusilamiento de dos chilenos y un espía. Y al empezar la tarde ordenó reemprender la marcha, para llegar a San Rafael casi al caer la noche. 

Marchaban el Ejército de La Breña camino a Huánuco, en la penosa retirada al Norte. Lizandro de la Puente, como si viera a sus camaradas camino del sacrificio, recordó aquella jornada con estas líneas conmovedoras: 
“¿No veis aquel grupo de valientes que, trasmontando las eternas nieves de la gigantesca cordillera, dejando atrás los campos, recorriendo las heladas punas, marcha en busca del implacable enemigo de la Patria? ¿Quiénes son ésos para los cuales, las penalidades y las fatigas solo alcanzan a despertar el patriotismo y avivar el entusiasmo que les alienta? ...  Esos son los que, guiados por la generosa espada del vencedor de Tarapacá, no temen la muerte y van con la conciencia tranquila y el ánimo resuelto, a arrancar desde el siniestro fondo de las desventuras nacionales, un laurel inmortal para ceñirlo en la nublada frente de su Patria. Ésos son los que días después debían encontrar una tumba en las llanuras de Huamachuco, tumba bendita que desafiará las rudas tempestades del mañana y se levantará ante la posteridad como el inmenso pedestal de la gloria y del infortunio del Perú”.

Perseguido por el enemigo que se estacionaba en Tarma, el 26 de mayo de 1883, un día como hoy hace 131 años, el general Andrés Avelino Cáceres pronunciaba ante sus soldados y guerrilleros, reunidos en Cerro de Pasco, una vibrante proclama en la que los exhortaba a luchar “hasta el último sacrificio”, denunciando de paso a los traidores:
"Soldados:
Hace cuatro años que defendemos no sólo el honor y la integridad del Perú y Bolivia, sino los principios sobre los que descansa la organización política de los estados americanos contra la insaciable ambición de un enemigo salvaje que en su ceguedad ha resuelto el aniquilamiento de nuestra patria.
Los memorables combates de Pucará, Marcavalle y Concepción, donde humillásteis el pabellón enemigo, son una prueba de vuestro heroico valor y demuestran que el Perú cuenta con defensores decididos y patriotas resueltos a reivindicar su honra hasta el último sacrificio…
Vuestros sacrificios no serán estériles. Continuad obedientes a vuestros dignos y denodados jefes, que yo os prometo nuevas victorias en nombre de la independencia del Perú y de los derechos de la América. Debéis estar orgullosos porque vosotros sois el sostén de la República y la esperanza de su regeneración...
Os lo ofrece vuestro general y amigo.
Andrés Avelino Cáceres”.

Poco después el enemigo salía de Tarma, avanzando por por Acobamba y Picoy, para acampar en Palcamayo el 27 de mayo. En vanguardia marchaba Luis Milón Duarte, principal secuaz del traidor Miguel Iglesias, abocado a la infame misión de preparar el recibimiento de los invasores en los pueblos de la ruta:
"Desde que salimos de Tarma -relataría un soldado chileno-, siempre el coronel Duarte mandaba un propio adelante hasta donde debíamos alojar, para que el gobernador del pueblo tuviese leña y demás para el rancho de la tropa, pues sin este requisito tal vez habríamos tenido que ayunar en más de una ocasión, porque el combustible es tan escaso como el oro". (Carta de un anónimo soldado, fechada en San Pedro de Casma el 12 de julio de 1883 y publicada por el chileno Pascual Ahumada Moreno, en el t. VIII, pp. 194-197, de su famosa “Recopilación de Documentos Inéditos”).

El 28 de mayo Cáceres anunció la reanudación de la marcha, apresurando el acopio de mantas y otros abrigos “tan necesarias para esa larga marcha por punas y cordilleras”. El 29 de mayo, soportando un intenso frío, salió de Cerro de Pasco la hueste patriota, instalando campamento en Malaochaca, cerca de Cajamarquilla, "lugar escaso de recursos, donde se durmió mal y se comió peor".
Cáceres encabezó el avance de Malaochaca a Huariaca, localidad que alcanzó en la mañana del 30. Almorzó en casa de doña María Bahamonde, mientras la tropa consumía el rancho en la plaza principal. Pasado el mediodía ordenó el fusilamiento de dos chilenos y un espía. Y al empezar la tarde ordenó reemprender la marcha, para llegar a San Rafael casi al caer la noche.

Marchaban el Ejército de La Breña camino a Huánuco, en la penosa retirada al Norte. Lizandro de la Puente, como si viera a sus camaradas camino del sacrificio, recordó aquella jornada con estas líneas conmovedoras:
“¿No veis aquel grupo de valientes que, trasmontando las eternas nieves de la gigantesca cordillera, dejando atrás los campos, recorriendo las heladas punas, marcha en busca del implacable enemigo de la Patria? ¿Quiénes son ésos para los cuales, las penalidades y las fatigas solo alcanzan a despertar el patriotismo y avivar el entusiasmo que les alienta? ... Esos son los que, guiados por la generosa espada del vencedor de Tarapacá, no temen la muerte y van con la conciencia tranquila y el ánimo resuelto, a arrancar desde el siniestro fondo de las desventuras nacionales, un laurel inmortal para ceñirlo en la nublada frente de su Patria. Ésos son los que días después debían encontrar una tumba en las llanuras de Huamachuco, tumba bendita que desafiará las rudas tempestades del mañana y se levantará ante la posteridad como el inmenso pedestal de la gloria y del infortunio del Perú”.

 25 de mayo:
EN EL ALTO DE LA ALIANZA


Foto: EN EL ALTO DE LA ALIANZA
El 26 de mayo de 1880, un día como hoy hace 134 años, se libró en las alturas del Inti Orcco, a las afueras de Tacna, la batalla del Alto de la Alianza, postrer esfuerzo del ejército aliado peruano – boliviano por contener a los invasores chilenos en el frente Sur. Un cúmulo de factores adversos, fundamentalmente la injerencia de caudillos políticos en la conducción y planteamiento de las operaciones militares, motivó que el epílogo fuera la derrota, con lo cual la suerte de Arica quedó echada. En medio de la tragedia brilló ese día el heroísmo de los patriotas y conduciéndolos, como en Tarapacá y La Breña, estuvo el adalid de la resistencia, Andrés Avelino Cáceres, el primero en la línea de batalla y el último en la retirada, protagonizando entonces una de las jornadas más patéticas de esa infausta guerra.  

PIÉROLA CONTRA EL EJÉRCITO
A consecuencia del golpe perpetrado por Nicolás de Piérola a finales de 1879, el ejército que defendía el frente sur fue absurdamente debilitado. Su general en jefe, contralmirante Lizardo Montero, fue despojado del mando político, pero mantuvo parte del militar, como jefe de lo que Piérola dio en llamar Primer Ejército del Sur, formado por las fuerzas estacionadas en Tacna y Arica. El dictador, contrariando la opinión de los jefes militares, creó un Segundo Ejército del Sur, con base en Arequipa, no ya para apoyar al primero sino para debilitar su poder, pues Piérola temió siempre ser derrocado. Sobrevino luego la desinteligencia entre los comandos militares y las autoridades políticas, reflejo del caos que produjo el golpe pierolista. Aquéllos, sin embargo, aceptaron disciplinadamente los cambios, pues pronunciarse contra el dictador hubiese resquebrajado más aun el frente interno.
En enero de 1880, Cáceres tuvo que enfrentar en Ite la animadversión de las autoridades que el dictador colocó en Moquegua y a poco estuvo de proceder contra ellas, como en algún momento se lo requirió el valiente Gregorio Albarracín, que actuó en esa localidad como su segundo. Fue Montero quien no lo consintió, pues pese a deplorar tal situación ordenó proceder disciplinadamente, remitiendo en esos días a Cáceres este ilustrativo telegrama: “Señor.- Colóquese con sus fuerzas en los lugares convenidos. No proceda respecto al prefecto, porque habiendo dejado de ser yo jefe político de los departamentos del sur no me incumbe entrometerme en asuntos que no me competen. El gobierno es el único llamado a resolverlos” (Documento publicado en la Colección Ahumada Moreno, t. II, p. 132).
Las fuerzas de Cáceres habían recorrido toda la zona de Ite, observando los puntos por donde podía producirse un desembarco enemigo y adoptando las disposiciones necesarias para rechazarlo. En ese trajín estaban cuando llegó una comunicación de Montero ordenando el regreso a Tacna. Cáceres y los comandos bolivianos, en la seguridad de que el abandono de Ite daría lugar al desembarco enemigo, observaron por dos veces esa orden, pero Montero no cambió de parecer. Así, en Tacna quedaron los bolivianos mientras Cáceres pasaba a Arica a dar cuenta de su comisión. Poco tiempo después, sin oposición alguna, el enemigo desembarcaba en llo y las caletas vecinas. Luego, como se sabe, ocupó Moquegua y derrotó a la división del general Gamarra que se retiró al Norte finalizando marzo de 1880.

EL CAMPO DE LA ALIANZA
En la primera quincena de abril del ejército chileno a las órdenes de Baquedano avanzó hacia el valle de Sama, desde donde se enviaron varias expediciones al interior que, además de explorar, llevaron encargo de batir a los guerrilleros que los hostilizaban. Para entonces el ejército aliado se concentraba ya en Tacna. En Arica dejó Montero únicamente a las divisiones séptima y octava, al mando de los corone/es Inclán y Ugarte, por sobre los cuales tenía mando superior el coronel Bolognesi, jefe de la plaza.
El 19 de abril llegó a Tacna el presidente boliviano Narciso Campero, quien asumió el puesto de general en jefe del Ejército aliado. En principio hubo consenso para marchar sobre Sama al encuentro de los invasores; pero luego esa opinión se dejó de lado, sobre todo por la carencia de medios de transporte. Finalmente, el 2 de mayo los aliados se internaron en el desierto, para acampar a siete leguas de Tacna, en las alturas del Inti-Orcco, lugar escogido por Campero para dar la batalla. Con los peruanos y bolivianos instalados, ese acantonamiento denominóse desde entonces Campo del Alto de la Alianza.

PERDIDOS EN QUEBRADA HONDA
Contra ellos, el 25 de mayo se pusieron en movimiento 13,250 chilenos, apoyados por cuarenta cañones, instalándose en Quebrada Honda, a tres leguas del campo de la Alianza. Observando Campero la enorme superioridad numérica y de armamento con que contaba el enemigo, resolvió sorprenderlo en su acantonamiento de Quebrada Honda. Y así, a primera hora de la madrugada del 26 comenzó a desfilar el ejército en columnas paralelas, con distancia de despliegue y siendo cada ala mandada por sus respectivos jefes en orden de combate. 
A las dos horas de emprendida la marcha, aproximadamente, Cáceres se convenció de que llevaban camino errado, y confirmándolo con sus guías envió a uno de sus ayudantes a comunicar la alarma al jefe del ala izquierda a que pertenecía su división, coronel Eliodoro Camacho, quién a su vez trasladó el informe al general Campero. Se ordenó entonces detener la marcha de las divisiones a efecto de reunir todo el ejército y emprender la contramarcha al Campo de la Alianza, lo que se realizó en medio de una confusión indescriptible.
A decir verdad, Cáceres salvó a todos de morir como en un matadero. Su certero instinto advirtió en plena marcha que habían errado la ruta. Tenía él, felizmente, la experiencia de Tarapacá, donde se familiarizó con médanos, arenales y caliches, de día y de noche. De no haber sido por él, al amanecer los chilenos hubiesen encontrado dispersos a los aliados, aisladas algunas unidades, otras confundidas, entreveradas a lo largo de una vasta extensión. Basta señalar que algunos cuerpos avanzaron tanto que llegaron a situarse a retaguardia de la formación enemiga, de lo cual se deduce lo trágico que habría resultado su descubrimiento en desorden por los chilenos. El retorno en medio de la oscuridad, agravada por la camanchaca densa que apareció en esas horas, fue muy desordenado. Y sólo al llegar el alba las primeras unidades alcanzaron el Campo de la Alianza.
Nadie durmió, nadie descansó, pocos desayunaron algo y apenas hubo tiempo para atrincherarse, con los estómagos vacíos y los ojos insomnes, tal como relata Guillermo Thorndike. No más de nueve mil aliados iban a enfrentarse con veinte mil chilenos, adecuadamente descansados y excelentemente pertrechados. Hubo en algún momento esperanza de ver aparecer por la retaguardia enemiga al segundo ejército del Sur, pero el incalificable Segundo Leiva descansaba a esa horas plácidamente, cerca de Moquegua. Piérola, de otro lado, se opuso a que Bolognesi se uniera al ejército de Tacna, ordenándole que permaneciera en Arica. 

LA DESIGUAL BATALLA
La lucha en tales condiciones se preveía muy desigual, pero los jefes aliados se aprestaron a combatir con honor y formaron sus tropas en orden de batalla, tras la entonación de los himnos del Perú y Bolivia. Campero, a caballo, ocupó su puesto de comando, en tanto que Montero pasaba a comandar el ala derecha de la formación, Castro Pinto el centro y Eliodoro Camacho el ala izquierda. La segunda división peruana, a las órdenes de Cáceres e integrada por el “Zepita” del comandante Llosa y los Cazadores del Misti del coronel Luna, formó en el ala izquierda.
Poco después de las 9.00 horas el enemigo inició el fuego de artillería, hallándose a dos mil metros de la formación aliada. La respuesta fue inmediata, pues tras los vivas al Perú y a Bolivia los cañones aliados iniciaron sus descargas. A esa hora Cáceres recibió orden de Camacho de hacer desplegar guerrillas del “Zepita” y del “Cazadores del Misti” a la distancia de cuarenta metros de sus batallones, a efecto de que cubriesen el frente de sus respectivos cuerpos, lo que fue acatado inmediatamente. Delante de la división peruana, hasta entonces, sólo habían estado un cañón boliviano y dos ametralladoras, de modo que las tropas de Cáceres fueron las primeras en iniciar la progresión de los aliados. Cáceres sacó una guerrilla más de cada uno de sus batallones, que situó veinte metros a retaguardia de las primeras, para que les sirvieran de sostén. El enemigo, entretanto, vomitaba su artillería, desplegando a su vez guerrillas que cargaban hacia el extremo izquierdo, que era cerrado por los del “Zepita” y los “Cazadores del Misti”. Camacho, viendo esto, reforzó la posición ordenando el avance de los batallones Sucre, Viedma y Tarija, pero sin dar todavía orden de iniciar la batalla.
Recién a las 11.00 horas, con los chilenos muy cerca, el coronel boliviano Ayala ordenó la carga de los “Amarillos” del “Sucre”, batallón de soldados casi niños, los mamahuajachis (que hicieron llorar a sus madres cuando la despedida en el Altiplano), valerosísimos quechuas que se batieron con extraordinario heroísmo, hasta perder el 800/o de sus efectivos.
Camacho, siendo las 11.30 horas, ordenó a Cáceres avanzar con los “Zepitas” y “Cazadores” contra unidades de la tercera división chilena que avanzaban por la izquierda. El ímpetu de esos batallones hizo retroceder en principio al enemigo, pero reforzado éste con cañones y ametralladoras fue impracticable continuar el avance, tanto más cuanto que a medida que crecían los refuerzos del enemigo disminuía considerablemente el efectivo de los nuestros, sin que hubiese forma de cubrir las bajas. Con todo, en ningún momento decayó el ánimo de esos batallones, que aunque diezmados se esforzaron por continuar la resistencia.

HEROICA DEFENSA DE LOS ESTANDARTES
"El batallón ‘Zepita’ y el ‘Cazadores del Misti’, entusiasmados por el brillante ejemplo de sus valientes jefes y denodados oficiales, procuraban marchar de frente sobre el enemigo conduciendo sus respectivos estandartes: ‘Zepita’ el propio, y el ‘Misti’ el estandarte de la ilustre universidad de Lima, que le fue confiado al principio del combate. El abanderado del ‘Zepita’, teniente graduado don Eufemio Padilla, daba prueba de gran animación y valor al marchar sereno al encuentro del enemigo conduciendo tan preciosa carga, hasta que fue herido y puesto fuera de combate, encargándose inmediatamente de la custodia del estandarte el de mismo grado don Joaquín Castellanos, quien lo salvó de una pérdida casi segura conduciéndolo hasta Puno. 
“Del mismo modo el abanderado del ‘Misti’, subteniente don Manuel Vargas, ha tenido un digno comportamiento en la misión que se le confiara, habiendo sacado felizmente libres ambos estandartes, no obstante del inmenso riesgo que han corrido, los mismos que conservo hoy en mi poder. Digna de mención especial es la conducta observada por los primeros jefes de los cuerpos de mi mando: el valiente coronel Luna, primer jefe del batallón Misti, después de recibir la primera herida continuó al frente de su cuerpo con envidiable entusiasmo, hasta que cayó muerto por una segunda herida. El inteligente y valeroso comandante Llosa, encargado del mando del ‘Zepita’, manifestó desde los primeros momentos del combate un decidido empeño por consolidar el nombre del batallón que mandaba y atestigua este propósito su cadáver tendido en el campo de batalla, muriendo en el momento más complicado. La nación pierde en estos ilustres y entusiastas jefes unas verdaderas esperanzas del porvenir" (Colección Ahumada Moreno, t. II, p. 579).
La división Cáceres, en verdad, "hizo prodigios. . ., recibiendo el doble fuego de flanco y de frente del enemigo", según anotó un periodista peruano allí presente, quien agregó que "Cáceres, herido ligeramente y habiendo perdido su segundo caballo de batalla, siguió imperturbable, siempre" (Versión publicada en “El Nacional” de Lima, el 26 de junio de 1880). Por su parte, el corresponsal de guerra chileno diría que al “Zepita” le "hicieron pagar cara la jornada de Tarapacá” (Correspondencia para el diario “El Ferrocarril”, Colección Ahumada Moreno, t. II, p. 609).

EL PRINCIPIO DEL FIN
A las 12.30 horas la situación de los aliados se tornó crítica en toda la línea, agravándose cuando una defección del batallón boliviano Viedma produjo acto seguido la dispersión del batallón peruano Victoria. Vacilantes como el pierolista Arnaldo Panizo, a quien se le confiara la artillería, abandonaron el campo y ese fue el principio del fin. Pero tan incalificable felonía fue borrada de inmediato con el sacrificio de la división peruana de Canevaro y con la entrega suicida de los ‘Colorados’ de Bolivia, que se batieron hasta ser completamente diezmados. Agotaban sus reservas los aliados cuando el enemigo recién empezaba a enviar las suyas al combate. A las 14.00 horas los restos peruano-bolivianos se hallaban a punto de ser cerrados por un círculo de fuego.
Cáceres había perdido ya a la mitad de sus oficiales y a los primeros jefes de sus batallones, y advirtiendo que permanecer en el campo significaba la catástrofe total, decidió la retirada: "Fue entonces -dice su biógrafo anónimo-, es decir en el momento de hacerse tan desesperados esfuerzos para dar al ejército derrotado una actitud respetable, que se manifestó en toda su inquebrantable firmeza la energía imponderable del coronel Cáceres. Del “Zepita” había muerto su primer jefe el teniente coronel Llosa y doce de sus oficiales y del “Cazadores del Misti” su primer jefe, el coronel Luna y siete de sus oficiales.
Todo parecía perdido y lo hubiese sido ciertamente así sin los magníficos esfuerzos del coronel Cáceres para convertir en retirada la derrota casi completa de su división, abrumada por el número de las fuerzas enemigas. Tres de sus ayudantes habían caído ya a su lado para no levantarse más. Poco antes, habiendo sido muerto el caballo en que montaba, su ayudante, el valeroso joven Lecca, se apresuró a cederle abnegadamente el suyo.
La granizada de las balas enemigas volvió a dejar también a pie al coronel Cáceres, matándole ese segundo caballo; cuando al caer mortalmente herido el teniente coronel Llosa, el que este jefe montaba libre de su jinete y asustado por el estruendo y terribles peripecias de la batalla, se disparó velozmente, pasando por fortuna al alcance del coronel Cáceres, quien apoderándose briosamente de la brida lo contuvo. Se preparaba a montar en él cuando uno de los proyectiles que pasaban por entre el jinete y el caballo cortó, sin herirlos, la correa del estribo en que aquel había apoyado el pie para montar, obligándolo de ese modo a efectuarlo por el lado opuesto.
En aquellos terribles momentos el coronel Cáceres, viendo caer también muerto de un balazo al abanderado del “Zepita”, que era un oficial llamado Palavicino, y el estandarte que ese valiente joven llevaba rodar por el polvo, lanzóse hacia él y desprendiendo el asta de la mano moribunda que convulsivamente la estrechaba, alzó de nuevo el bicolor nacional y lo confió a su ayudante el valiente Castellanos, quien mostrándolo en alto y acompañando al coronel por todas partes, logró ponerlo a salvo y llevarlo hasta Puno" (Opúsculo publicado por Carlos Milla Batres como anexo a las “Memorias” de Cáceres, Lima, 1980, t. II, p. 108). .
Los principales jefes bolivianos, Eliodoro Camacho y Juan José Pérez, habían recibido heridas de tal gravedad que se les dejó abandonados en el campo creyéndolos muertos. En retirada todos los restos aliados, muertos mil quinientos en las casi cinco horas que duró la batalla, los cien sobrevivientes del “Zepita”, conservando su bandera, asumieron la valerosa misión de cubrirla, sin poder impedir empero que dueños del campo los invasores cebasen su crueldad ultimando a los heridos del glorioso batallón, al grito “¡Tomá Tarapacá!” recordando la derrota que les infligiera el “Zepita” en la memorable jornada del 27 de noviembre.
A las 15.30 horas las bombas chilenas alcanzaban la ciudad de Tacna, donde todo era un caos. Los bolivianos se retiraron por Palca y no pararon hasta La Paz, quedando así prácticamente quebrada la alianza, pues en adelante sólo los peruanos lucharían contra los chilenos.

CÁCERES ES DESOÍDO POR MONTERO
Montero, que en principio quiso trazar una nueva línea de resistencia en el Alto de Lima, continuó la retirada hacia Pachía. Cáceres, protegiendo con sus “Zepitas” la retirada, se había detenido en las alturas, reuniendo a los dispersos alrededor de la bandera que el fiel Castellanos hacía flamear a su lado. De trecho en trecho, Cáceres cogía el estandarte y lo clavaba en alguna eminencia, ordenando tocar reunión a su corneta. En medio de la tragedia no podía ser más hermosa su patética muestra de patriotismo.
Encontró luego a Montero y le manifestó la necesidad de reordenar la reconcentración de los dispersos para presentar nueva resistencia; pero el marino respondió que todo estaba perdido y que no cabía sino proseguir la retirada. Poco después, al notar que los chilenos iniciaban la persecución, demandó de Montero un escuadrón de caballería para hacerles frente, obteniendo por respuesta una nueva negativa pues Montero marchaba ya a Tarata. 
Cáceres, con el alma traspasada de desesperación, pensó entonces en Bolognesi y en la suerte que le deparaba el destino, abandonado por todos. Y deteniéndose en el camino, importándole poco ser alcanzado por el enemigo, redactó su parte de batalla concluyéndolo con estas sentidas líneas: "He tenido que hacer un gran esfuerzo para concluir este parte, y al lamentar las desgracias de la patria, confieso sentirme débil para llorar tanta decepción y sufrir el gran desastre que, preferible me hubiera sido atestiguar mi patriotismo y decisión con la pérdida de mi vida” (Documento publicado en la Colección Ahumada Moreno, t. II, p. 579).
Aún en Tarata, en junta de oficiales que presidió Montero, Cáceres reclamó que se hiciera "algo contra el enemigo”. Le recordó al contralmirante la obligación que tenía como comandante en jefe de no abandonar la parte de su ejército que quedaba en Arica, proponiendo ayudarla con las fuerzas reunidas en Tarata. Y por tercera vez Montero desoyó sus razones, repitiendo que lo mejor era retirarse. Así, la condena de Bolognesi, decretada de antemano por Piérola, ya no pudo ser impedida.

El 26 de mayo de 1880, un día como hoy hace 134 años, se libró en las alturas del Inti Orcco, a las afueras de Tacna, la batalla del Alto de la Alianza, postrer esfuerzo del ejército aliado peruano – boliviano por contener a los invasores chilenos en el frente Sur. Un cúmulo de factores adversos, fundamentalmente la injerencia de caudillos políticos en la conducción y planteamiento de las operaciones militares, motivó que el epílogo fuera la derrota, con lo cual la suerte de Arica quedó echada. En medio de la tragedia brilló ese día el heroísmo de los patriotas y conduciéndolos, como en Tarapacá y La Breña, estuvo el adalid de la resistencia, Andrés Avelino Cáceres, el primero en la línea de batalla y el último en la retirada, protagonizando entonces una de las jornadas más patéticas de esa infausta guerra.

PIÉROLA CONTRA EL EJÉRCITO
A consecuencia del golpe perpetrado por Nicolás de Piérola a finales de 1879, el ejército que defendía el frente sur fue absurdamente debilitado. Su general en jefe, contralmirante Lizardo Montero, fue despojado del mando político, pero mantuvo parte del militar, como jefe de lo que Piérola dio en llamar Primer Ejército del Sur, formado por las fuerzas estacionadas en Tacna y Arica. El dictador, contrariando la opinión de los jefes militares, creó un Segundo Ejército del Sur, con base en Arequipa, no ya para apoyar al primero sino para debilitar su poder, pues Piérola temió siempre ser derrocado. Sobrevino luego la desinteligencia entre los comandos militares y las autoridades políticas, reflejo del caos que produjo el golpe pierolista. Aquéllos, sin embargo, aceptaron disciplinadamente los cambios, pues pronunciarse contra el dictador hubiese resquebrajado más aun el frente interno.
En enero de 1880, Cáceres tuvo que enfrentar en Ite la animadversión de las autoridades que el dictador colocó en Moquegua y a poco estuvo de proceder contra ellas, como en algún momento se lo requirió el valiente Gregorio Albarracín, que actuó en esa localidad como su segundo. Fue Montero quien no lo consintió, pues pese a deplorar tal situación ordenó proceder disciplinadamente, remitiendo en esos días a Cáceres este ilustrativo telegrama: “Señor.- Colóquese con sus fuerzas en los lugares convenidos. No proceda respecto al prefecto, porque habiendo dejado de ser yo jefe político de los departamentos del sur no me incumbe entrometerme en asuntos que no me competen. El gobierno es el único llamado a resolverlos” (Documento publicado en la Colección Ahumada Moreno, t. II, p. 132).
Las fuerzas de Cáceres habían recorrido toda la zona de Ite, observando los puntos por donde podía producirse un desembarco enemigo y adoptando las disposiciones necesarias para rechazarlo. En ese trajín estaban cuando llegó una comunicación de Montero ordenando el regreso a Tacna. Cáceres y los comandos bolivianos, en la seguridad de que el abandono de Ite daría lugar al desembarco enemigo, observaron por dos veces esa orden, pero Montero no cambió de parecer. Así, en Tacna quedaron los bolivianos mientras Cáceres pasaba a Arica a dar cuenta de su comisión. Poco tiempo después, sin oposición alguna, el enemigo desembarcaba en llo y las caletas vecinas. Luego, como se sabe, ocupó Moquegua y derrotó a la división del general Gamarra que se retiró al Norte finalizando marzo de 1880.

EL CAMPO DE LA ALIANZA
En la primera quincena de abril del ejército chileno a las órdenes de Baquedano avanzó hacia el valle de Sama, desde donde se enviaron varias expediciones al interior que, además de explorar, llevaron encargo de batir a los guerrilleros que los hostilizaban. Para entonces el ejército aliado se concentraba ya en Tacna. En Arica dejó Montero únicamente a las divisiones séptima y octava, al mando de los corone/es Inclán y Ugarte, por sobre los cuales tenía mando superior el coronel Bolognesi, jefe de la plaza.
El 19 de abril llegó a Tacna el presidente boliviano Narciso Campero, quien asumió el puesto de general en jefe del Ejército aliado. En principio hubo consenso para marchar sobre Sama al encuentro de los invasores; pero luego esa opinión se dejó de lado, sobre todo por la carencia de medios de transporte. Finalmente, el 2 de mayo los aliados se internaron en el desierto, para acampar a siete leguas de Tacna, en las alturas del Inti-Orcco, lugar escogido por Campero para dar la batalla. Con los peruanos y bolivianos instalados, ese acantonamiento denominóse desde entonces Campo del Alto de la Alianza.

PERDIDOS EN QUEBRADA HONDA
Contra ellos, el 25 de mayo se pusieron en movimiento 13,250 chilenos, apoyados por cuarenta cañones, instalándose en Quebrada Honda, a tres leguas del campo de la Alianza. Observando Campero la enorme superioridad numérica y de armamento con que contaba el enemigo, resolvió sorprenderlo en su acantonamiento de Quebrada Honda. Y así, a primera hora de la madrugada del 26 comenzó a desfilar el ejército en columnas paralelas, con distancia de despliegue y siendo cada ala mandada por sus respectivos jefes en orden de combate.
A las dos horas de emprendida la marcha, aproximadamente, Cáceres se convenció de que llevaban camino errado, y confirmándolo con sus guías envió a uno de sus ayudantes a comunicar la alarma al jefe del ala izquierda a que pertenecía su división, coronel Eliodoro Camacho, quién a su vez trasladó el informe al general Campero. Se ordenó entonces detener la marcha de las divisiones a efecto de reunir todo el ejército y emprender la contramarcha al Campo de la Alianza, lo que se realizó en medio de una confusión indescriptible.
A decir verdad, Cáceres salvó a todos de morir como en un matadero. Su certero instinto advirtió en plena marcha que habían errado la ruta. Tenía él, felizmente, la experiencia de Tarapacá, donde se familiarizó con médanos, arenales y caliches, de día y de noche. De no haber sido por él, al amanecer los chilenos hubiesen encontrado dispersos a los aliados, aisladas algunas unidades, otras confundidas, entreveradas a lo largo de una vasta extensión. Basta señalar que algunos cuerpos avanzaron tanto que llegaron a situarse a retaguardia de la formación enemiga, de lo cual se deduce lo trágico que habría resultado su descubrimiento en desorden por los chilenos. El retorno en medio de la oscuridad, agravada por la camanchaca densa que apareció en esas horas, fue muy desordenado. Y sólo al llegar el alba las primeras unidades alcanzaron el Campo de la Alianza.
Nadie durmió, nadie descansó, pocos desayunaron algo y apenas hubo tiempo para atrincherarse, con los estómagos vacíos y los ojos insomnes, tal como relata Guillermo Thorndike. No más de nueve mil aliados iban a enfrentarse con veinte mil chilenos, adecuadamente descansados y excelentemente pertrechados. Hubo en algún momento esperanza de ver aparecer por la retaguardia enemiga al segundo ejército del Sur, pero el incalificable Segundo Leiva descansaba a esa horas plácidamente, cerca de Moquegua. Piérola, de otro lado, se opuso a que Bolognesi se uniera al ejército de Tacna, ordenándole que permaneciera en Arica.

LA DESIGUAL BATALLA
La lucha en tales condiciones se preveía muy desigual, pero los jefes aliados se aprestaron a combatir con honor y formaron sus tropas en orden de batalla, tras la entonación de los himnos del Perú y Bolivia. Campero, a caballo, ocupó su puesto de comando, en tanto que Montero pasaba a comandar el ala derecha de la formación, Castro Pinto el centro y Eliodoro Camacho el ala izquierda. La segunda división peruana, a las órdenes de Cáceres e integrada por el “Zepita” del comandante Llosa y los Cazadores del Misti del coronel Luna, formó en el ala izquierda.
Poco después de las 9.00 horas el enemigo inició el fuego de artillería, hallándose a dos mil metros de la formación aliada. La respuesta fue inmediata, pues tras los vivas al Perú y a Bolivia los cañones aliados iniciaron sus descargas. A esa hora Cáceres recibió orden de Camacho de hacer desplegar guerrillas del “Zepita” y del “Cazadores del Misti” a la distancia de cuarenta metros de sus batallones, a efecto de que cubriesen el frente de sus respectivos cuerpos, lo que fue acatado inmediatamente. Delante de la división peruana, hasta entonces, sólo habían estado un cañón boliviano y dos ametralladoras, de modo que las tropas de Cáceres fueron las primeras en iniciar la progresión de los aliados. Cáceres sacó una guerrilla más de cada uno de sus batallones, que situó veinte metros a retaguardia de las primeras, para que les sirvieran de sostén. El enemigo, entretanto, vomitaba su artillería, desplegando a su vez guerrillas que cargaban hacia el extremo izquierdo, que era cerrado por los del “Zepita” y los “Cazadores del Misti”. Camacho, viendo esto, reforzó la posición ordenando el avance de los batallones Sucre, Viedma y Tarija, pero sin dar todavía orden de iniciar la batalla.
Recién a las 11.00 horas, con los chilenos muy cerca, el coronel boliviano Ayala ordenó la carga de los “Amarillos” del “Sucre”, batallón de soldados casi niños, los mamahuajachis (que hicieron llorar a sus madres cuando la despedida en el Altiplano), valerosísimos quechuas que se batieron con extraordinario heroísmo, hasta perder el 800/o de sus efectivos.
Camacho, siendo las 11.30 horas, ordenó a Cáceres avanzar con los “Zepitas” y “Cazadores” contra unidades de la tercera división chilena que avanzaban por la izquierda. El ímpetu de esos batallones hizo retroceder en principio al enemigo, pero reforzado éste con cañones y ametralladoras fue impracticable continuar el avance, tanto más cuanto que a medida que crecían los refuerzos del enemigo disminuía considerablemente el efectivo de los nuestros, sin que hubiese forma de cubrir las bajas. Con todo, en ningún momento decayó el ánimo de esos batallones, que aunque diezmados se esforzaron por continuar la resistencia.

HEROICA DEFENSA DE LOS ESTANDARTES
"El batallón ‘Zepita’ y el ‘Cazadores del Misti’, entusiasmados por el brillante ejemplo de sus valientes jefes y denodados oficiales, procuraban marchar de frente sobre el enemigo conduciendo sus respectivos estandartes: ‘Zepita’ el propio, y el ‘Misti’ el estandarte de la ilustre universidad de Lima, que le fue confiado al principio del combate. El abanderado del ‘Zepita’, teniente graduado don Eufemio Padilla, daba prueba de gran animación y valor al marchar sereno al encuentro del enemigo conduciendo tan preciosa carga, hasta que fue herido y puesto fuera de combate, encargándose inmediatamente de la custodia del estandarte el de mismo grado don Joaquín Castellanos, quien lo salvó de una pérdida casi segura conduciéndolo hasta Puno.
“Del mismo modo el abanderado del ‘Misti’, subteniente don Manuel Vargas, ha tenido un digno comportamiento en la misión que se le confiara, habiendo sacado felizmente libres ambos estandartes, no obstante del inmenso riesgo que han corrido, los mismos que conservo hoy en mi poder. Digna de mención especial es la conducta observada por los primeros jefes de los cuerpos de mi mando: el valiente coronel Luna, primer jefe del batallón Misti, después de recibir la primera herida continuó al frente de su cuerpo con envidiable entusiasmo, hasta que cayó muerto por una segunda herida. El inteligente y valeroso comandante Llosa, encargado del mando del ‘Zepita’, manifestó desde los primeros momentos del combate un decidido empeño por consolidar el nombre del batallón que mandaba y atestigua este propósito su cadáver tendido en el campo de batalla, muriendo en el momento más complicado. La nación pierde en estos ilustres y entusiastas jefes unas verdaderas esperanzas del porvenir" (Colección Ahumada Moreno, t. II, p. 579).
La división Cáceres, en verdad, "hizo prodigios. . ., recibiendo el doble fuego de flanco y de frente del enemigo", según anotó un periodista peruano allí presente, quien agregó que "Cáceres, herido ligeramente y habiendo perdido su segundo caballo de batalla, siguió imperturbable, siempre" (Versión publicada en “El Nacional” de Lima, el 26 de junio de 1880). Por su parte, el corresponsal de guerra chileno diría que al “Zepita” le "hicieron pagar cara la jornada de Tarapacá” (Correspondencia para el diario “El Ferrocarril”, Colección Ahumada Moreno, t. II, p. 609).

EL PRINCIPIO DEL FIN
A las 12.30 horas la situación de los aliados se tornó crítica en toda la línea, agravándose cuando una defección del batallón boliviano Viedma produjo acto seguido la dispersión del batallón peruano Victoria. Vacilantes como el pierolista Arnaldo Panizo, a quien se le confiara la artillería, abandonaron el campo y ese fue el principio del fin. Pero tan incalificable felonía fue borrada de inmediato con el sacrificio de la división peruana de Canevaro y con la entrega suicida de los ‘Colorados’ de Bolivia, que se batieron hasta ser completamente diezmados. Agotaban sus reservas los aliados cuando el enemigo recién empezaba a enviar las suyas al combate. A las 14.00 horas los restos peruano-bolivianos se hallaban a punto de ser cerrados por un círculo de fuego.
Cáceres había perdido ya a la mitad de sus oficiales y a los primeros jefes de sus batallones, y advirtiendo que permanecer en el campo significaba la catástrofe total, decidió la retirada: "Fue entonces -dice su biógrafo anónimo-, es decir en el momento de hacerse tan desesperados esfuerzos para dar al ejército derrotado una actitud respetable, que se manifestó en toda su inquebrantable firmeza la energía imponderable del coronel Cáceres. Del “Zepita” había muerto su primer jefe el teniente coronel Llosa y doce de sus oficiales y del “Cazadores del Misti” su primer jefe, el coronel Luna y siete de sus oficiales.
Todo parecía perdido y lo hubiese sido ciertamente así sin los magníficos esfuerzos del coronel Cáceres para convertir en retirada la derrota casi completa de su división, abrumada por el número de las fuerzas enemigas. Tres de sus ayudantes habían caído ya a su lado para no levantarse más. Poco antes, habiendo sido muerto el caballo en que montaba, su ayudante, el valeroso joven Lecca, se apresuró a cederle abnegadamente el suyo.
La granizada de las balas enemigas volvió a dejar también a pie al coronel Cáceres, matándole ese segundo caballo; cuando al caer mortalmente herido el teniente coronel Llosa, el que este jefe montaba libre de su jinete y asustado por el estruendo y terribles peripecias de la batalla, se disparó velozmente, pasando por fortuna al alcance del coronel Cáceres, quien apoderándose briosamente de la brida lo contuvo. Se preparaba a montar en él cuando uno de los proyectiles que pasaban por entre el jinete y el caballo cortó, sin herirlos, la correa del estribo en que aquel había apoyado el pie para montar, obligándolo de ese modo a efectuarlo por el lado opuesto.
En aquellos terribles momentos el coronel Cáceres, viendo caer también muerto de un balazo al abanderado del “Zepita”, que era un oficial llamado Palavicino, y el estandarte que ese valiente joven llevaba rodar por el polvo, lanzóse hacia él y desprendiendo el asta de la mano moribunda que convulsivamente la estrechaba, alzó de nuevo el bicolor nacional y lo confió a su ayudante el valiente Castellanos, quien mostrándolo en alto y acompañando al coronel por todas partes, logró ponerlo a salvo y llevarlo hasta Puno" (Opúsculo publicado por Carlos Milla Batres como anexo a las “Memorias” de Cáceres, Lima, 1980, t. II, p. 108). .
Los principales jefes bolivianos, Eliodoro Camacho y Juan José Pérez, habían recibido heridas de tal gravedad que se les dejó abandonados en el campo creyéndolos muertos. En retirada todos los restos aliados, muertos mil quinientos en las casi cinco horas que duró la batalla, los cien sobrevivientes del “Zepita”, conservando su bandera, asumieron la valerosa misión de cubrirla, sin poder impedir empero que dueños del campo los invasores cebasen su crueldad ultimando a los heridos del glorioso batallón, al grito “¡Tomá Tarapacá!” recordando la derrota que les infligiera el “Zepita” en la memorable jornada del 27 de noviembre.
A las 15.30 horas las bombas chilenas alcanzaban la ciudad de Tacna, donde todo era un caos. Los bolivianos se retiraron por Palca y no pararon hasta La Paz, quedando así prácticamente quebrada la alianza, pues en adelante sólo los peruanos lucharían contra los chilenos.

CÁCERES ES DESOÍDO POR MONTERO
Montero, que en principio quiso trazar una nueva línea de resistencia en el Alto de Lima, continuó la retirada hacia Pachía. Cáceres, protegiendo con sus “Zepitas” la retirada, se había detenido en las alturas, reuniendo a los dispersos alrededor de la bandera que el fiel Castellanos hacía flamear a su lado. De trecho en trecho, Cáceres cogía el estandarte y lo clavaba en alguna eminencia, ordenando tocar reunión a su corneta. En medio de la tragedia no podía ser más hermosa su patética muestra de patriotismo.
Encontró luego a Montero y le manifestó la necesidad de reordenar la reconcentración de los dispersos para presentar nueva resistencia; pero el marino respondió que todo estaba perdido y que no cabía sino proseguir la retirada. Poco después, al notar que los chilenos iniciaban la persecución, demandó de Montero un escuadrón de caballería para hacerles frente, obteniendo por respuesta una nueva negativa pues Montero marchaba ya a Tarata.
Cáceres, con el alma traspasada de desesperación, pensó entonces en Bolognesi y en la suerte que le deparaba el destino, abandonado por todos. Y deteniéndose en el camino, importándole poco ser alcanzado por el enemigo, redactó su parte de batalla concluyéndolo con estas sentidas líneas: "He tenido que hacer un gran esfuerzo para concluir este parte, y al lamentar las desgracias de la patria, confieso sentirme débil para llorar tanta decepción y sufrir el gran desastre que, preferible me hubiera sido atestiguar mi patriotismo y decisión con la pérdida de mi vida” (Documento publicado en la Colección Ahumada Moreno, t. II, p. 579).
Aún en Tarata, en junta de oficiales que presidió Montero, Cáceres reclamó que se hiciera "algo contra el enemigo”. Le recordó al contralmirante la obligación que tenía como comandante en jefe de no abandonar la parte de su ejército que quedaba en Arica, proponiendo ayudarla con las fuerzas reunidas en Tarata. Y por tercera vez Montero desoyó sus razones, repitiendo que lo mejor era retirarse. Así, la condena de Bolognesi, decretada de antemano por Piérola, ya no pudo ser impedida.