vendredi 30 mai 2014

30 de Mayo:


ROQUE SÁENZ PEÑA, UN ARGENTINO EN ARICA

 Foto: ROQUE SÁENZ PEÑA, UN ARGENTINO EN ARICA
El 30 de mayo de 1880, un día como hoy hace 134 años, los patriotas sitiados en Arica llegaban al convencimiento de que la suerte estaba echada. Una nota de Lizardo Montero, el jefe del ejército del Sur cuyos restos se retiraban a esas horas por la ruta de Puno, anunciaba la hecatombe. Montero les había escrito: "No piensen en resistir, que la ira de Dios ha caído sobre el Perú". Este documento fue hallado por los chilenos al adueñarse del Morro, y fue remitido por Patricio Lynch al ministro Amunátegui. 
Los defensores de Arica, deplorando el telegrama que parecía recomendar la rendición, lejos de mostrar temor ante el destino fatal que se acercaba, se reafirmaron en su decisión de luchar hasta morir por no ver deshonrada la bandera. Sabían que la victoria era imposible, que el destino les reservaba el sacrificio, que el Morro sería su túmulo mortuorio, que su destino era morir, sitiados por mar y tierra, sin más recursos que su valor. De todo ello fueron conscientes, pero ni por un momento vacilaron en la decisión de cumplir el deber.
Entre ellos estaba un nobilísimo argentino: Roque Sáenz Peña. Nacido en Buenos Aires el año 1851, fue de los cien militares argentinos que ofrecieron sus servicios al Perú condenando la agresión de Chile. Tenía entonces escasos 28 años, pero era ya  “la primera y más alta eminencia juvenil de su tiempo, por su posición profesional, social y porvenir político”, como nos lo recuerda su biógrafo Felipe Barreda Laos. Había ejercido la presidencia de la Cámara de Diputados y era congresista electo por Buenos Aires cuando decidió marchar al Perú, renunciando a su cargo el 30 de junio de 1879, para embarcarse en el vapor “Potosí” que lo condujo hasta Arica.
Sáenz Peña fue representante de una progresista generación argentina que enarboló esta sentencia: “La victoria de las armas no crea derecho de conquista. De Arica pasó a Lima y el 30 de julio de aquel año, invitado a un almuerzo de carácter oficial, ante juristas, políticos y personalidades pronunció el brindis de honor, explicando en encendida pieza oratoria el porqué de su decisión:  “La causa del Perú y Bolivia es en estos momentos la causa de la América– dijo-,  y la causa de América es la causa de mi patria y de sus hijos. Yo no he venido envuelto en la capa del aventurero preguntando dónde hay un ejército para brindar mi espada; no excita mi entusiasmo la seducción de una aventura, no agita mi alma la sed de sangre y anarquía. No... Yo he dejado mi patria para batirme a la sombra de la bandera peruana cediendo a ideas mías más altas y a convicciones profundas de mi espíritu… Lo que vendrá, yo no lo sé, señores, pero presiento la palabra que asoma a todos los labios, el sentimiento que palpita en todos los corazones argentinos; presiento el estallido de la dignidad nacional, que ha roto para siempre las redes pérfidas de una diplomacia corrompida”.
Roque Sáenz Peña integró el Ejército del Sur que tuvo que movilizarse entre Tarapacá, Tacna y Arica, dando testimonio de “los padecimientos de todo género sufridos por los soldados peruanos en esa peregrinación, marchando desordenadamente, con la mochila y el fusil a cuestas, hambrientos, sedientos, con las espaldas calcinadas por el sol, y las vías respiratorias obstruidas por el polvo arenoso, que además les nublada la vista, con los pies casi descalzos y ensangrentados por las filudas aristas de los cristales de caliche, sin hallar ni una vertiente ni un arroyo donde apagar la sed devoradora”. 
Con ese ejército famélico y sediento Sáenz Peña concurrió al desastre de San Francisco, el 19 de noviembre de 1879, viendo el sacrificio heroico del coronel Ladislao Espinar, pero atestiguando al mismo tiempo la defección de los bolivianos del presidente Daza, como también la vergonzosa fuga de varios jefes peruanos, cuyos nombres es mejor callar. Felipe Barreda Laos consigna que Sáenz Peña desplegó infatigable actividad en tan difícil trance, esforzándose por contener el desorden, sin cuidarse de las balas que silbaban sobre su cabeza ni de las granadas que estallaban a sus pies. Ya en retirada, encontró en el camino a un compatriota argentino, el teniente Pedro Toscano, que supo poner a buen recaudo la bandera del batallón “Ayacucho”, la misma que había flameado en el Condorcunca el 9 de diciembre de 1824 y que volvería a levantarse altiva en Tarapacá, el 27 de noviembre de 1879.
Tarapacá fue una proeza notable, pero a la vez una pírrica victoria. Al cabo, nada pudo impedir que aquella tierra entrañablemente peruana cayera en poder del invasor.  Y dejándola atrás, el Ejército del Sur tuvo que caminar casi cien leguas de un desierto en verdad infernal, durante veinte días de fatigas sin número. Tras esa terrible retirada, bien pudo Sáenz Peña pasar a Tacna con el alto mando, pero decidió quedarse en Arica con los mil quinientos hombres que al mando del coronel Bolognesi recibieron la orden de defender esa plaza. 
Tal como lo había presagiado al pisar por primera vez Arica, el destino parecía haber escogido ese escenario para su mayor gloria. Allí recibió la visita del célebre Miguel Cané, con quien compartió una visión sombría del futuro inmediato. Cané intentó llevárselo de regreso a Argentina, pero Sáenz Peña replicó que la argentinidad era incompatible con la deserción ante el peligro inminente.
Al caer Tacna, quedó sellada la suerte de Arica. Y llegó así junio de 1880, con sus épicas jornadas que van más allá que la descripción de una simple batalla. Sáenz Peña fue de los valientes jefes que haciendo causa común con Bolognesi, respondieron al emisario chileno aquella frase esculpida en la memoria de todos los patriotas: “¡Arica no se rinde, y lucharemos hasta quemar el último cartucho!”.
Sáenz Peña sobrevivió a la hecatombe y se reencontró con Bolognesi veinticinco años después, en 1905, cuando reconocido oficialmente como General de Brigada del Ejército del Perú, comandó la línea en la solemne y multitudinaria ceremonia patriótica con la que se inauguró en Lima el monumento al Jefe de Arica, escribiendo entonces estas conmovedoras líneas:
“Coronel Bolognesi:
“Uno de tus capitanes vuelve de nuevo a sus cuarteles desde la lejana tierra atlántica, llamado por los clarines que pregonan tus hechos esclarecidos, desde el Pacífico hasta el Plata, y desde el Amazonas hasta el seno fecundo del Golfo de México que le presta su acústica sonora para repetir tu nombre sobre otras civilizaciones y otros pueblos, que nos han precedido en la liturgia de la gloria y en el culto de los próceres y de los héroes.
“Yo vengo sobre la ruta de mi consecuencia siguiendo la estela roja de mi Coronel, figura de grana que conmovió al Pacífico con las tempestades de la guerra, y que hoy contemplo alumbrada por los resplandores de la paz, en el fausto concierto de la gratitud y en la marcha triunfadora del engrandecimiento nacional”.
(Foto: Roque Sáenz Peña en Lima, dirigiendo la línea del ejército en 1905).

(Foto: Roque Sâenz Peña en Lima, dirigiendo la linea del ejército en 1905)
El 30 de mayo de 1880, un día como hoy hace 134 años, los patriotas sitiados en Arica llegaban al convencimiento de que la suerte estaba echada. Una nota de Lizardo Montero, el jefe del ejército del Sur cuyos restos se retiraban a esas horas por la ruta de Puno, anunciaba la hecatombe. Montero les había escrito: "No piensen en resistir, que la ira de Dios ha caído sobre el Perú". Este documento fue hallado por los chilenos al adueñarse del Morro, y fue remitido por Patricio Lynch al ministro Amunátegui.
Los defensores de Arica, deplorando el telegrama que parecía recomendar la rendición, lejos de mostrar temor ante el destino fatal que se acercaba, se reafirmaron en su decisión de luchar hasta morir por no ver deshonrada la bandera. Sabían que la victoria era imposible, que el destino les reservaba el sacrificio, que el Morro sería su túmulo mortuorio, que su destino era morir, sitiados por mar y tierra, sin más recursos que su valor. De todo ello fueron conscientes, pero ni por un momento vacilaron en la decisión de cumplir el deber.
Entre ellos estaba un nobilísimo argentino: Roque Sáenz Peña. Nacido en Buenos Aires el año 1851, fue de los cien militares argentinos que ofrecieron sus servicios al Perú condenando la agresión de Chile. Tenía entonces escasos 28 años, pero era ya “la primera y más alta eminencia juvenil de su tiempo, por su posición profesional, social y porvenir político”, como nos lo recuerda su biógrafo Felipe Barreda Laos. Había ejercido la presidencia de la Cámara de Diputados y era congresista electo por Buenos Aires cuando decidió marchar al Perú, renunciando a su cargo el 30 de junio de 1879, para embarcarse en el vapor “Potosí” que lo condujo hasta Arica.
Sáenz Peña fue representante de una progresista generación argentina que enarboló esta sentencia: “La victoria de las armas no crea derecho de conquista. De Arica pasó a Lima y el 30 de julio de aquel año, invitado a un almuerzo de carácter oficial, ante juristas, políticos y personalidades pronunció el brindis de honor, explicando en encendida pieza oratoria el porqué de su decisión: “La causa del Perú y Bolivia es en estos momentos la causa de la América– dijo-, y la causa de América es la causa de mi patria y de sus hijos. Yo no he venido envuelto en la capa del aventurero preguntando dónde hay un ejército para brindar mi espada; no excita mi entusiasmo la seducción de una aventura, no agita mi alma la sed de sangre y anarquía. No... Yo he dejado mi patria para batirme a la sombra de la bandera peruana cediendo a ideas mías más altas y a convicciones profundas de mi espíritu… Lo que vendrá, yo no lo sé, señores, pero presiento la palabra que asoma a todos los labios, el sentimiento que palpita en todos los corazones argentinos; presiento el estallido de la dignidad nacional, que ha roto para siempre las redes pérfidas de una diplomacia corrompida”.
Roque Sáenz Peña integró el Ejército del Sur que tuvo que movilizarse entre Tarapacá, Tacna y Arica, dando testimonio de “los padecimientos de todo género sufridos por los soldados peruanos en esa peregrinación, marchando desordenadamente, con la mochila y el fusil a cuestas, hambrientos, sedientos, con las espaldas calcinadas por el sol, y las vías respiratorias obstruidas por el polvo arenoso, que además les nublada la vista, con los pies casi descalzos y ensangrentados por las filudas aristas de los cristales de caliche, sin hallar ni una vertiente ni un arroyo donde apagar la sed devoradora”.
Con ese ejército famélico y sediento Sáenz Peña concurrió al desastre de San Francisco, el 19 de noviembre de 1879, viendo el sacrificio heroico del coronel Ladislao Espinar, pero atestiguando al mismo tiempo la defección de los bolivianos del presidente Daza, como también la vergonzosa fuga de varios jefes peruanos, cuyos nombres es mejor callar. Felipe Barreda Laos consigna que Sáenz Peña desplegó infatigable actividad en tan difícil trance, esforzándose por contener el desorden, sin cuidarse de las balas que silbaban sobre su cabeza ni de las granadas que estallaban a sus pies. Ya en retirada, encontró en el camino a un compatriota argentino, el teniente Pedro Toscano, que supo poner a buen recaudo la bandera del batallón “Ayacucho”, la misma que había flameado en el Condorcunca el 9 de diciembre de 1824 y que volvería a levantarse altiva en Tarapacá, el 27 de noviembre de 1879.
Tarapacá fue una proeza notable, pero a la vez una pírrica victoria. Al cabo, nada pudo impedir que aquella tierra entrañablemente peruana cayera en poder del invasor. Y dejándola atrás, el Ejército del Sur tuvo que caminar casi cien leguas de un desierto en verdad infernal, durante veinte días de fatigas sin número. Tras esa terrible retirada, bien pudo Sáenz Peña pasar a Tacna con el alto mando, pero decidió quedarse en Arica con los mil quinientos hombres que al mando del coronel Bolognesi recibieron la orden de defender esa plaza.
Tal como lo había presagiado al pisar por primera vez Arica, el destino parecía haber escogido ese escenario para su mayor gloria. Allí recibió la visita del célebre Miguel Cané, con quien compartió una visión sombría del futuro inmediato. Cané intentó llevárselo de regreso a Argentina, pero Sáenz Peña replicó que la argentinidad era incompatible con la deserción ante el peligro inminente.
Al caer Tacna, quedó sellada la suerte de Arica. Y llegó así junio de 1880, con sus épicas jornadas que van más allá que la descripción de una simple batalla. Sáenz Peña fue de los valientes jefes que haciendo causa común con Bolognesi, respondieron al emisario chileno aquella frase esculpida en la memoria de todos los patriotas: “¡Arica no se rinde, y lucharemos hasta quemar el último cartucho!”.
Sáenz Peña sobrevivió a la hecatombe y se reencontró con Bolognesi veinticinco años después, en 1905, cuando reconocido oficialmente como General de Brigada del Ejército del Perú, comandó la línea en la solemne y multitudinaria ceremonia patriótica con la que se inauguró en Lima el monumento al Jefe de Arica, escribiendo entonces estas conmovedoras líneas:
“Coronel Bolognesi:
“Uno de tus capitanes vuelve de nuevo a sus cuarteles desde la lejana tierra atlántica, llamado por los clarines que pregonan tus hechos esclarecidos, desde el Pacífico hasta el Plata, y desde el Amazonas hasta el seno fecundo del Golfo de México que le presta su acústica sonora para repetir tu nombre sobre otras civilizaciones y otros pueblos, que nos han precedido en la liturgia de la gloria y en el culto de los próceres y de los héroes.
“Yo vengo sobre la ruta de mi consecuencia siguiendo la estela roja de mi Coronel, figura de grana que conmovió al Pacífico con las tempestades de la guerra, y que hoy contemplo alumbrada por los resplandores de la paz, en el fausto concierto de la gratitud y en la marcha triunfadora del engrandecimiento nacional”.

Aucun commentaire: