dimanche 1 juin 2014

1° de Junio

LAS FIERAS DEL PUTUMAYO


LAS FIERAS DEL PUTUMAYO
Hace exactamente un siglo, el año 1914, se ponía en circulación el libro titulado “De París al Amazonas: Las fieras del Putumayo”. Su autor, el escritor colombiano Ismael López, también conocido como Cornelio Hispano, calificó de fieras a los “deshumanizados” explotadores del caucho, aquellos que integrando las empresas “Julio Arana y Hermanos”, “Vega, Arana y Compañía” y  la “Peruvian Amazon Company Ltd.”, perpetraron en la Amazonía un genocidio que escandalizó al mundo entero, mas no a la clase dominante peruana ni a su Estado que solo reaccionó tardíamente. 
Entre su documentación resalta la denuncia del ciudadano peruano Benigno Saldaña Roca, avecindado en Iquitos, quien luego de hacer públicas sus protestas en la revista “La Sanción” de esa ciudad, recurrió al Poder Judicial que, como era de esperarse, prestó oídos sordos a su testimonio: “La casa Arana era en ese entonces tan temida, que la acción de Saldaña Roca se consideró como la mayor de las audacias. Para los magistrados de entonces, esas denuncias fueron como un peligro, como una pesadilla, como una pendiente que podía llevarlos a la odiosidad de los poderosos y a la desgracia. Fue entonces cuando un Juez de Primera instancia (de Iquitos), cuyo nombre me reservo, puso este famoso decreto que hará época, indudablemente, en los anales de la administración de justicia: ‘Resérvese’”. 
La denuncia de Saldaña Roca consignaba atrocidades como las siguientes:
“Víctor Macedo, el gerente de “La Chorrera”, uno de esos miserables asesinos, y Miguel Loayza, su émulo, dando rienda suelta a sus instintos criminales, se dan continuamente el placer de quemar y asesinar a los indefensos y pacíficos moradores de esas luctuosas selvas. Uno de los actos de ferocidad de esos dos miserables enemigos de la humanidad y de todo sentimiento noble, fue el que realizaron para Carnavales de 1903, el más nefando y horrendo de los crímenes. Desgraciadamente llegaron en esa época a “La Chorrera” los indios Ocainas, en número de más de 800, para entregar los productos que habían cosechado, y después del peso y entrega de éstos, el Jefe de sección que los dirigía, Fidel Velarde, seleccionó a 25 de ellos, alegando que eran perezosos para el trabajo; esta exposición por parte de Velarde fue suficiente para que Víctor Macedo y su congénere Loayza, ordenaran que, a guisa de túnica, se les pusiera a cada uno de los indios un costal empapado de querosene y se les prendiera fuego; se dio cumplimiento a esas órdenes y entonces se presentó el pavoroso cuadro de ver correr en diversas direcciones a esos infelices, dando los más tristes y lastimeros alaridos hasta llegar al río y sepultarse en sus aguas, pensando salvarse; mas, lejos de esto, todos perecieron. 
Otro caso que también debe llamar la atención de ustedes, y del universo entero, es el “valor” que despliega el inocente José Inocente Fonseca, con las desdichadas indias que le sirven de concubinas y que también están a su servicio. Hará aproximadamente un año que el mencionado Fonseca entró a su serrallo, donde alberga más de diez indias cuya edad fluctúa entre 8 y 15 años, y dirigiéndose al dormitorio, encontró a su hija Juanita, habida en la india Laura, que recogía del suelo una colilla o retazo de cigarro y se lo ponía en la boca, sin que de esto se apercibiera la india Tránsito. Tal descuido de Tránsito fue motivo suficiente para que el bandido Fonseca descerrajara los cinco tiros de su revólver sobre la infeliz Tránsito, quien, como es natural, quedó exánime en el instante.
Miguel Flórez, otra de las hienas del Putumayo, cometió tantos asesinatos en hombres y mujeres, ancianos y niños, que Víctor Macedo, temeroso de que se despoblara aquella sección y de que llegara a Iquitos la noticia de tanto crimen, ordenó al malvado Flórez que no matase tanto indio en sus orgías, sino únicamente cuando dejaran de entregar caucho, y entonces, reformado Flórez por el mandato superior, sólo mató en dos meses cuarenta y tantos indios ; pero en cambio las flagelaciones eran continuas y las mutilaciones horrorosas. Se cortaban dedos, brazos, piernas, orejas, había castraciones, etc. Estas son las gracias de uno de mis acusados y de los empleados modelo de J. C. Arana y Hermanos.
Una vez el desgraciado Norman, deseando satisfacer sus instintos feroces, mandó matar un indiecito de apenas 8 años de edad, después de estar agonizando por efecto de los latigazos que se le habían dado. En la sección “Último Retiro” se realizan parecidos acontecimientos. El Subjefe Argaluza mandó dar muerte a una india llamada Simona, su querida, porque creyó que tenía relaciones con un muchacho llamado también Simón ; la muerte de esta infeliz fue de lo más horrorosa: ordenó Argaluza a los negros barbadenses Stanley, S. Lewis y Ernesto Siobers, conocido por el apodo de El frailecito, le aplicaran ciento cincuenta y cinco latigazos, y cuando la india estuvo con las nalgas destrozadas, se la encerró en un cuarto, donde la pobre se agusanó; entonces el valiente Argaluza ordenó a uno de los empleados que la matara; habiéndose resistido éste a ejecutar a Simona, tomó Argaluza su carabina y dijo: “Si no la matas, te mato yo a ti”, convirtiéndose el ignorante empleado, por fuerza mayor, en delincuente inconsciente.
El lujurioso Bartolomé Zumaeta, empleado subalterno de “La Chorrera”, se apasionó de la hermosura de una infeliz india llamada Matilde, y no pudiendo conseguir de ella voluntariamente sus favores y posesión, recurrió al crimen, tomándola por la fuerza, no obstante las protestas de su compañero, y después de satisfacer sus apetitos carnales la flageló, encadenó y encerró en el depósito del caucho, donde quedó moribunda, falleciendo a los pocos días”.
Cornelio Hispano hizo también referencia del macabro asesinato de Eugenio Rabuchon, explorador y artista francés que “se internó en el Putumayo y algunos meses después regresó a Iquitos trayendo álbumes de fotografías y de dibujos que reproducían las escenas más horrorosas de delitos de todo género perpetrados en la región que había recorrido. El incauto Rabuchon mostraba los álbumes a todos los que querían verlos, por lo cual algunas personas le llamaron la atención del peligro que corría su vida si continuaba con aquella exhibición. Rabuchon, a pesar de las advertencias, regresó al Putumayo en 1906 y desde entonces nadie supo más de él. Ni siquiera tuvo la suerte de que algún artista, como él, tomara los lineamientos de sus miembros mutilados, o quemados, o flagelados, o profanados en el silencio de las selvas”.
Y consignó asimismo que el cónsul peruano en Manaos, Carlos Luis Rey de Castro, “abogado, encubridor y auxiliador de Julio Arana”, recibió órdenes del ministro de relaciones exteriores para conducir a Lima “los originales del Informe del señor Rabuchón… y tomar todas las precauciones necesarias para que sean puestos en las propias manos de este gobierno”. De ese Informe solo se publicó el primer capítulo; de los álbumes de imágenes, no se supo más. Apenas si quedaron algunas fotografías, y dibujos.
Más de treinta mil indígenas de las naciones Andoque, Bora, Huitoto, Muinane y otras, perecieron en aquel genocidio.
Imagen: Escena de la película "También la lluvia".

 Imagen: Escena de la película "También la lluvia".


Hace exactamente un siglo, el año 1914, se ponía en circulación el libro titulado “De París al Amazonas: Las fieras del Putumayo”. Su autor, el escritor colombiano Ismael López, también conocido como Cornelio Hispano, calificó de fieras a los “deshumanizados” explotadores del caucho, aquellos que integrando las empresas “Julio Arana y Hermanos”, “Vega, Arana y Compañía” y la “Peruvian Amazon Company Ltd.”, perpetraron en la Amazonía un genocidio que escandalizó al mundo entero, mas no a la clase dominante peruana ni a su Estado que solo reaccionó tardíamente.
Entre su documentación resalta la denuncia del ciudadano peruano Benigno Saldaña Roca, avecindado en Iquitos, quien luego de hacer públicas sus protestas en la revista “La Sanción” de esa ciudad, recurrió al Poder Judicial que, como era de esperarse, prestó oídos sordos a su testimonio: “La casa Arana era en ese entonces tan temida, que la acción de Saldaña Roca se consideró como la mayor de las audacias. Para los magistrados de entonces, esas denuncias fueron como un peligro, como una pesadilla, como una pendiente que podía llevarlos a la odiosidad de los poderosos y a la desgracia. Fue entonces cuando un Juez de Primera instancia (de Iquitos), cuyo nombre me reservo, puso este famoso decreto que hará época, indudablemente, en los anales de la administración de justicia: ‘Resérvese’”.
La denuncia de Saldaña Roca consignaba atrocidades como las siguientes:
“Víctor Macedo, el gerente de “La Chorrera”, uno de esos miserables asesinos, y Miguel Loayza, su émulo, dando rienda suelta a sus instintos criminales, se dan continuamente el placer de quemar y asesinar a los indefensos y pacíficos moradores de esas luctuosas selvas. Uno de los actos de ferocidad de esos dos miserables enemigos de la humanidad y de todo sentimiento noble, fue el que realizaron para Carnavales de 1903, el más nefando y horrendo de los crímenes. Desgraciadamente llegaron en esa época a “La Chorrera” los indios Ocainas, en número de más de 800, para entregar los productos que habían cosechado, y después del peso y entrega de éstos, el Jefe de sección que los dirigía, Fidel Velarde, seleccionó a 25 de ellos, alegando que eran perezosos para el trabajo; esta exposición por parte de Velarde fue suficiente para que Víctor Macedo y su congénere Loayza, ordenaran que, a guisa de túnica, se les pusiera a cada uno de los indios un costal empapado de querosene y se les prendiera fuego; se dio cumplimiento a esas órdenes y entonces se presentó el pavoroso cuadro de ver correr en diversas direcciones a esos infelices, dando los más tristes y lastimeros alaridos hasta llegar al río y sepultarse en sus aguas, pensando salvarse; mas, lejos de esto, todos perecieron.
Otro caso que también debe llamar la atención de ustedes, y del universo entero, es el “valor” que despliega el inocente José Inocente Fonseca, con las desdichadas indias que le sirven de concubinas y que también están a su servicio. Hará aproximadamente un año que el mencionado Fonseca entró a su serrallo, donde alberga más de diez indias cuya edad fluctúa entre 8 y 15 años, y dirigiéndose al dormitorio, encontró a su hija Juanita, habida en la india Laura, que recogía del suelo una colilla o retazo de cigarro y se lo ponía en la boca, sin que de esto se apercibiera la india Tránsito. Tal descuido de Tránsito fue motivo suficiente para que el bandido Fonseca descerrajara los cinco tiros de su revólver sobre la infeliz Tránsito, quien, como es natural, quedó exánime en el instante.
Miguel Flórez, otra de las hienas del Putumayo, cometió tantos asesinatos en hombres y mujeres, ancianos y niños, que Víctor Macedo, temeroso de que se despoblara aquella sección y de que llegara a Iquitos la noticia de tanto crimen, ordenó al malvado Flórez que no matase tanto indio en sus orgías, sino únicamente cuando dejaran de entregar caucho, y entonces, reformado Flórez por el mandato superior, sólo mató en dos meses cuarenta y tantos indios ; pero en cambio las flagelaciones eran continuas y las mutilaciones horrorosas. Se cortaban dedos, brazos, piernas, orejas, había castraciones, etc. Estas son las gracias de uno de mis acusados y de los empleados modelo de J. C. Arana y Hermanos.
Una vez el desgraciado Norman, deseando satisfacer sus instintos feroces, mandó matar un indiecito de apenas 8 años de edad, después de estar agonizando por efecto de los latigazos que se le habían dado. En la sección “Último Retiro” se realizan parecidos acontecimientos. El Subjefe Argaluza mandó dar muerte a una india llamada Simona, su querida, porque creyó que tenía relaciones con un muchacho llamado también Simón ; la muerte de esta infeliz fue de lo más horrorosa: ordenó Argaluza a los negros barbadenses Stanley, S. Lewis y Ernesto Siobers, conocido por el apodo de El frailecito, le aplicaran ciento cincuenta y cinco latigazos, y cuando la india estuvo con las nalgas destrozadas, se la encerró en un cuarto, donde la pobre se agusanó; entonces el valiente Argaluza ordenó a uno de los empleados que la matara; habiéndose resistido éste a ejecutar a Simona, tomó Argaluza su carabina y dijo: “Si no la matas, te mato yo a ti”, convirtiéndose el ignorante empleado, por fuerza mayor, en delincuente inconsciente.
El lujurioso Bartolomé Zumaeta, empleado subalterno de “La Chorrera”, se apasionó de la hermosura de una infeliz india llamada Matilde, y no pudiendo conseguir de ella voluntariamente sus favores y posesión, recurrió al crimen, tomándola por la fuerza, no obstante las protestas de su compañero, y después de satisfacer sus apetitos carnales la flageló, encadenó y encerró en el depósito del caucho, donde quedó moribunda, falleciendo a los pocos días”.
Cornelio Hispano hizo también referencia del macabro asesinato de Eugenio Rabuchon, explorador y artista francés que “se internó en el Putumayo y algunos meses después regresó a Iquitos trayendo álbumes de fotografías y de dibujos que reproducían las escenas más horrorosas de delitos de todo género perpetrados en la región que había recorrido. El incauto Rabuchon mostraba los álbumes a todos los que querían verlos, por lo cual algunas personas le llamaron la atención del peligro que corría su vida si continuaba con aquella exhibición. Rabuchon, a pesar de las advertencias, regresó al Putumayo en 1906 y desde entonces nadie supo más de él. Ni siquiera tuvo la suerte de que algún artista, como él, tomara los lineamientos de sus miembros mutilados, o quemados, o flagelados, o profanados en el silencio de las selvas”.
Y consignó asimismo que el cónsul peruano en Manaos, Carlos Luis Rey de Castro, “abogado, encubridor y auxiliador de Julio Arana”, recibió órdenes del ministro de relaciones exteriores para conducir a Lima “los originales del Informe del señor Rabuchón… y tomar todas las precauciones necesarias para que sean puestos en las propias manos de este gobierno”. De ese Informe solo se publicó el primer capítulo; de los álbumes de imágenes, no se supo más. Apenas si quedaron algunas fotografías, y dibujos.
Más de treinta mil indígenas de las naciones Andoque, Bora, Huitoto, Muinane y otras, perecieron en aquel genocidio.

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